sábado, 28 de noviembre de 2015

SOLO LA ORACION PUEDE SALVAR AL MUNDO



La Comunidad de Bose (Italia) ha publicado unos fragmentos de los escritos del monje Matta el Meskin, que a partir de 1951 llegó al Monasterio de Siria (Deir el Surian) por motivos de salud y se convirtió en su padre espiritual. Este decálogo de la “experiencia de Dios” es el fruto maduro de una vida entera vivida en intimidad con el Señor y del conocimiento del corazón del ser humano:
1. Ni el bienestar, ni la paz interior, ni la impresión de ser escuchados, ni ningún otro sentimiento pueden igualar la acción secreta del Espíritu Santo sobre la persona y hacerla digna de la vida eterna.
2. La oración es la acción espiritual más fuerte que tiene en sí la propia recompensa inmediata, sin necesidad de una prueba afectiva. La oración no puede tener un objetivo más importante que sí misma: ella es el fin más importante del acto más importante.
3. La oración es apertura a la energía activa de Dios, fuerza invisible, fuerza intangible. Según la promesa de Cristo (Jn 6, 37) el ser humano no puede retirarse de la presencia de Dios sin obtener un cambio esencial, una renovación que no aparecerá como una imprevista explosión, sino más bien como construcción minuciosa y lenta, casi imperceptible.
4. El que persevera delante de Dios y persiste en la confianza en él por medio de la oración, recibirá mucho más de lo que esperaba y mucho más de cuanto habría merecido.
 
5. El que vive en la oración acumula un inmenso tesoro de confianza en Dios. La fuerza y la certeza de este sentimiento superan el orden de lo visible y de lo tangible, porque la persona, en todo su ser, se impregna profundamente de Dios y el ser humano percibe la presencia de Dios con gran certeza, tanto de sentirse más grande y más fuerte de cuanto en verdad es. Adquiere entonces la convicción de otra existencia superior a su vida temporal, pero sin ignorar su propia debilidad, ni olvidando sus propios límites.
6. Este sentimiento de certeza de la presencia de Dios, de su fuerza, produce en la persona una ampliación del campo de percepción de la verdad divina, el desarrollo de la capacidad de discernimiento y de visión. La persona da testimonio entonces al emerger, desde lo profundo de sí misma, de un mundo nuevo, su mundo nuevo amado, el de Jesús, que viene de Dios y no de los sentidos o del yo. Este mundo que el ser humano aprende ya a conocer, según el querer del Espíritu y no de la razón, sin la intervención de la propia voluntad, de sus conocimientos o del esfuerzo humano.
 
7. La oración es aquel acto esencial en el cual Dios mismo, sin que nosotros nos demos cuenta, obra en nosotros el cambio, la renovación y el crecimiento de la persona.
8. El alcance de la oración es inmenso. Va más allá de quien la hace, ésta llega a toda la humanidad. Según la profundidad de la experiencia, su luz puede extenderse para iluminar las generaciones y testimoniar a Dios a los cuatro ángulos del mundo.
9. La violencia de la influencia del mal, de la injusticia, del amor al dinero que somete al mundo, puede ser templada y su aguijón eliminado sólo gracias a estos hombres, a estas mujeres, a estos jóvenes que con su vida y oración dan un sentido nuevo al mundo, una esperanza nueva a la vida. Esta se renueva a la luz de sus testimonios que se irradia por su renuncia a todo y por la consagración de su vida entera a Dios y a la Verdad.
 
Ante el terror y el desconcierto por la amenaza de la destrucción del mundo, no tenemos otra salida hacia la paz, la esperanza y la seguridad si no por la vida de las personas de oración que, por la fuerza divina que les habita, pueden aún crear en nosotros la inefable visión de un mundo que no puede ser destruido por el mal (Cf. MATTA EL MESKIN, L’esperienza di Dio nella preghiera, Ed. Qigajon, Comunità di Bose 2010, 9-16)


miércoles, 25 de noviembre de 2015

P. René Voillaume, Relaciones interpersonales con Dios y vida consagrada.Ed. Paulinas.Madrid, 1972, p.122s




“[…] Nos vemos obligados a decir algo sobre la oración permanente, porque tal estado de unión a Dios es uno de los frutos de la oración prolongada, que habitúa el alma a la continua presencia de Dios.
     Realmente no se trata de hacer esfuerzos desordenados para pensar de continuo en Dios, sino que se trata de un estado tranquilo que permite, dentro de la acción, sentirnos espontáneamente inclinados a un comportamiento en consonancia con el evangelio. Es una especie de presencia de la caridad, con todas las actitudes espirituales beatificadas por Cristo en el sermón de la montaña.
     La imagen de Cristo se halla suficientemente grabada en nosotros para hacernos obrar constantemente de una manera conforme a su espíritu. He aquí una comparación. Cuando alguien nos pregunta nuestro nombre, nosotros lo sabemos sin género de duda; nuestro nombre, está vinculado en cierto modo a la conciencia de nuestra personalidad. Y, sin embargo, no pensamos de continuo en nuestro nombre. Que, no obstante, es una realidad evidente y permanente en nosotros; se identifica con nosotros mismos.
     Pues bien, otro tanto ocurre con nuestro nombre divino, que es nuestra posesión por Jesucristo. Nuestas relaciones con él pueden llegar a ser algo consciente y permanentemente sentido, como una parte de nosotros mismos. Esto nos es connatural, está inscrito en nosotros. De tal suerte, que cuando pensamos en ello tenemos la impresión de no haber perdido nunca de vista la mirada de Dios, de no haber salido jamás de su presencia. El único cambio que se produce en la oración consiste en que entonces pensemos en ello, mientras no lo haciamos antes; pero nada importante ha cambiado, pues se trata de un estado permanente.”

(Nota: la presentación en “párrafos” del post, es obra de la fraternidad.)


viernes, 13 de noviembre de 2015

UN PUNTO DE VISTA MUY INTERESANTE

ACERCA DE LA DIMENSION MONASTICA DEL SER HUMANO
Cuando la persona desarrolla todas sus potencialidades se llega al “arquetipo del maestro” o como aquí vamos a ver, siguiendo a Raimon Pannikar, el “arquetipo del monje”, que en el fondo no es otra cosa que llegar a ser contemplativos, “amigos de Dios”. Dice Pannikar: “Este arquetipo monástico bajo diferentes nombres lo encontramos en la mayoría de las tradiciones humanas. Por eso es bastante comprensible que precisamente quienes han cultivado esta dimensión con más diligencia hayan intentado institucionalizarla. Y ésta es la paradoja: una vez lo monacal es institucionalizado, empieza a ser una especialización y corre el riesgo de ser exclusivo…Las instituciones son necesarias, y cuanto más humana es una necesidad más necesaria es la institución. El matrimonio podría ser un ejemplo y el monasticismo otro. Pero en el momento en que la institución monopoliza los valores que representa, aparece el peligro de la “institucionalización”. Hemos de recuperar la dimensión monástica del hombre como una dimensión constitutiva del ser humano. Si podemos demostrar esto entonces lo monacal no es el monopolio de unos pocos, sino que es una riqueza humana canalizada en diferentes grados de pureza y conciencia por distintas personas. Pero esta riqueza también puede ser frustrada. Cada ser humano tiene una dimensión monástica, y cada uno debe realizarla de forma distinta. El monasticismo en sus formas históricas habría sido pues no sólo un intento de cultivar esta dimensión primordial de una forma particular, sino también un compromiso público a desarrollar, de una forma ejemplar y acorde con el entorno cultural, el núcleo más profundo de nuestra humanidad”.

          Una vez llegados a este punto, Pannikar quiere decirnos lo que él considera que es ‘ser monje’: “El monje al fin y al cabo se convierte en monje no por un proceso de reflexión o por un mero deseo, sino que llega a monje como resultado de un impulso, fruto de una experiencia que eventualmente le conduce a hacer un cambio y, en último análisis, a romper algo en su vida (vivir una conversión) por amor de aquella “cosa” que supera o trasciende todo lo demás. Uno no se hace monje para hacer algo o ni siquiera para alcanzar algo, sino para SER (todo, uno mismo, el ser supremo…). Por monje, entiendo aquella persona que aspira alcanzar el fin último de la vida con todo su ser, renunciando a todo lo que no es necesario para ello, es decir, concentrándose en este único y singular objetivo. Precisamente esta singularidad, o más bien la exclusividad del fin que rehúsa todos los demás fines subordinados, aunque legítimos, distingue al camino monástico de todos los demás caminos espirituales hacia la perfección o salvación… El monje es una figura altamente personal. Por eso la tradición ha considerado al eremita -el idiorrítmico- como el monje perfecto”.

         Y ahora expone con nitidez su hipótesis:

“Mi hipótesis es que lo monacal, es decir, el arquetipo del cual el monje es una expresión, corresponde a una dimensión de lo humano, de modo que todo ser humano tiene potencialmente la posibilidad de realizar esa dimensión. Lo monacal es una dimensión que tiene que ser integrada a otras dimensiones de la vida humana para conseguir lo humano. No sólo de pan vive el hombre. Arquetipo, para mí, representa literalmente un “tipo fundamental”, es decir, un constituyente básico o relativamente permanente de la vida humana. Puede también significar algo que está escondido en la naturaleza humana, porque es causa y efecto de nuestro comportamiento básico y nuestras convicciones”.( Cf. R. PANIKKAR, Elogio de la sencillez, Verbo Divino, Estella (Navarra), 1993)