Todo el cosmos está en evolución hasta la nueva
creación, y la nueva creación nace en la Pascua; Cristo resucitado
inaugura secretamente, sacramentalmente, una nueva era. La historia de
la humanidad tiende hacia la unidad diversa de la Jerusalén última,
adonde afluirán el poderío y la riqueza de las naciones; y la
Jerusalén última es el Cuerpo de Cristo que, gracias a la potencia de la
Resurrección, asume y unifica todas las lenguas, todas las culturas,
todas las “religiones” y también todos los “ateísmos”, en la medida en
que no han cesado y no cesan de rebelarse contra las caricaturas de
Dios.
Hoy
la humanidad se unifica atravesando grandes desmembramientos, grandes
angustias. También las Iglesias, en su “carne” sociológica y
psicológica, sufren desmembramientos, de manera visible u oculta. Pero
todo eso sucederá, sin duda, en un extraño dinamismo de
muerte-resurrección, en un dinamismo pascual. Y para transformar toda
muerte en resurrección, hacen falta hombres ascéticos y con imaginación,
hombres que no se desanimen y que infundan a los demás ánimo y
confianza. ¿Y de dónde extraerán esta fuerza buena, este amor creador,
sino de la Resurrección? Yo soy la Resurrección y la Vida, dijo
Jesús. No se trata, pues, de esperar la resurrección. Hay que vivirla y
hacer que los demás la vivan ya ahora. En ella, en el Espíritu Santo,
el hombre encuentra su vocación de creador creado. San Máximo el
Confesor afirmaba: “Toda la duración de los siglos se resume del
siguiente modo: unos ponen de relieve el descenso de Dios hacia los
hombres; otros, el ascenso de los hombres hacia Dios”. En Pascua, en
Cristo, Dios termina de revelarse a los hombres. Ahora les corresponde a
los hombres, en el Espíritu Santo, revelarse a Dios.
Es una lástima que nadie pudiera decirle a Nietzsche:
Olivier Clément
En: La alegría de la Resurrección. Salamanca : Sígueme, 2016. p. 213-214
No hay comentarios :
Publicar un comentario