sábado, 20 de abril de 2019

FELICES PASCUAS


Todo el cosmos está en evolución hasta la nueva creación, y la nueva creación nace en la Pascua; Cristo resucitado inaugura secretamente, sacramentalmente, una nueva era. La historia de la humanidad tiende hacia la unidad diversa de la Jerusalén última, adonde afluirán el poderío y la riqueza de las naciones; y la Jerusalén última es el Cuerpo de Cristo que, gracias a la potencia de la Resurrección, asume y unifica todas las lenguas, todas las culturas, todas las “religiones” y también todos los “ateísmos”, en la medida en que no han cesado y no cesan de rebelarse contra las caricaturas de Dios.
 
Hoy la humanidad se unifica atravesando grandes desmembramientos, grandes angustias. También las Iglesias, en su “carne” sociológica y psicológica, sufren desmembramientos, de manera visible u oculta. Pero todo eso sucederá, sin duda, en un extraño dinamismo de muerte-resurrección, en un dinamismo pascual. Y para transformar toda muerte en resurrección, hacen falta hombres ascéticos y con imaginación, hombres que no se desanimen y que infundan a los demás ánimo y confianza. ¿Y de dónde extraerán esta fuerza buena, este amor creador, sino de la Resurrección? Yo soy la Resurrección y la Vida, dijo Jesús. No se trata, pues, de esperar la resurrección. Hay que vivirla y hacer que los demás la vivan ya ahora. En ella, en el Espíritu Santo, el hombre encuentra su vocación de creador creado. San Máximo el Confesor afirmaba: “Toda la duración de los siglos se resume del siguiente modo: unos ponen de relieve el descenso de Dios hacia los hombres;  otros, el ascenso de los hombres hacia Dios”. En Pascua, en Cristo, Dios termina de revelarse a los hombres. Ahora les corresponde a los hombres, en el Espíritu Santo, revelarse a Dios.
 
 Es una lástima que nadie pudiera decirle a Nietzsche:
 
 Olivier Clément         

En: La alegría de la Resurrección. Salamanca : Sígueme, 2016. p. 213-214

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