El ser humano siempre se ha preguntado ¿De dónde venimos? ¿Cómo surgió todo? Es entonces cuando la ciencia ha explicado lo que ha podido demostrar, más jamás ha podido contestar la inquietud profunda del sentido de la vida. Ahí es donde la fe nos guía hacia el sentido último de nuestra existencia, partiendo de la base que hemos sido creados por algo/alguien situado más allá de nosotros mismos y mayor que nosotros. Es evidente que nosotros y el universo, con su orden inteligente hemos sido creados por algo diferente de nosotros. Todos y todo hemos sido creados por un Creador, un Creador inteligente, personal y poderoso. Es posible que no conozcamos la manera ni el proceso, pero nosotros y nuestro pequeño planeta somos la prueba más perceptible de la creación.
Evidentemente al científico el proceso le interesa muchísimo. ¿Fuimos creados en un instante o a través de millones de años? ¿Somos el último momento de la creación o la creación continúa creando? Sin embargo, estas no son las preguntas que plantea el Credo. Para el alma humana la verdadera pregunta no es quién es responsable de la creación. Nosotros no nos hemos creado. Hemos sido creado por una fuerza vital situada fuera de nosotros y tan poderoso que sólo podemos llamarla "Dios", "Misterio", "Ser". Por lo tanto, la verdadera pregunta espiritual es mucho más simple aunque mucho más profunda que la científica. La pregunta es "¿Qué significa esta creación para nosotros?".
El Credo no llega a nosotros como un libro de texto, aunque a algunos les gustaría que lo fuera. En el Credo late el corazón de la tradición cristiana que ha preservado la fe y ha cambiado su manera de entender las constantes intervenciones de Dios en la vida. El Credo viene simplemente a recordarnos que somos CRIATURAS.
Durante siglos las Sagradas Escrituras y la ciencia trataron de mezclarse, terminando confundidas y contrariadas. Los científicos que no se conformaban con una interpretación literal de la Biblia, coquetearon con la herejía, y los clérigos que llamaban "ciencia" a la Biblia, promovieron la incredulidad.
Excomulgamos a Galileo Galilei y cuatrocientos años después debimos reivindicarlo. Rechazamos a Darwin y ahora aceptamos sus premisas. Ayer perseguíamos al paleontólogo Teilhard de Chardin y hoy nos vemos obligados a abordar a escala universal la teología que emerge de su ciencia. Está claro que la fe no es otro tipo de ciencia. Pasaron siglos hasta que la ciencia descubrió sus límites materiales y por fin la fe descubrió su auténtica finalidad.
La ciencia no era asunto de la espiritualidad. Aunque siempre nos ha dicho algunas cosas acerca de la mecánica de la vida, no nos ha dicho nada acerca de la finalidad de la misma pues, entendimos, que ésta era competencia de la FE. Como resultado de ello, después de siglos de disputas, descubrimos que la fe y la ciencia no son ni aliadas ni enemigas, aunque cada una de ellas puede beneficiarse de los aportes de la otra.
La fe no puede rechazar lo que la ciencia sabe acerca de la materia, porque la materia no es su objeto; y la ciencia no puede aprobar ni desaprobar lo que la fe sabe acerca del espíritu, porque no hay lugar para lo espiritual en los tubos de ensayo. Una disciplina le habla a la otra, pero en idiomas diferentes.
... continúa en el próximo post ...
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