La conversión pascual de los discípulos tiene un carácter de resurrección. El encuentro con el Resucitado es para aquellos hombres y mujeres una gracia que "resucita" su fe y reanima toda su vida.
Es el encuentro con el Resucitado el que transforma a estos hombres: los reanima, los llena de alegría y paz verdadera, los libera del miedo y la cobardía, les abre horizontes nuevos y los impulsa a una misión evangelizadora.
Es significativa la catequesis pascual de Juan 20, 11-18: María es una mujer triste y desorientada. Le falta el Señor. Juan la describe "llorando, fuera, junto al sepulcro" (Jn 20, 11). No ha penetrado todavía en el misterio de la resurrección. Está afuera, llorando.
Pero María adopta una postura de búsqueda que la llevará al encuentro pascual. Primeramente se dirige a los discípulos; luego, a los ángeles del sepulcro; por fin, al que ella cree que es el jardinero. A todos les dice lo mismo: "Se han llevado al Señor y no sé dónde lo han puesto".
El evangelista nos presenta gradualmente todo el proceso. Los discípulos no le responden nada. Tampoco ellos saben dónde y cómo encontrar al Señor (20, 2). Los ángeles le dicen algo muy importante. La obligan a abandonar una investigación puramente exterior para entrar en sí misma: "Mujer, ¿por qué lloras?" (20, 13). "El jardinero" le va a hacer la pregunta completa: "Mujer ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" (20, 15).
El Resucitado se hace presente a María con estas cuestiones fundamentales. Son las preguntas clave para vivir la experiencia pascual de encuentro con Cristo Resucitado: ¿Por qué hay tanta insatisfacción y tristeza en mi vida? ¿Qué ando buscando? ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Qué es lo que justifica y da sentido a mi vivir diario?.
La experiencia pascual hemos de entenderla como una "resurrección". San Pablo entiende la vida cristiana como un "morir al pecado" que nos deshumaniza y un "resucitar a una vida nueva", la vida de Cristo Resucitado, que llena de su energía vital a quienes a Él se adhieren, "a fin de que, igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm 6, 4).
La muerte, en cuanto destrucción de la vida, no es sólo el final biológico del ser humano. Antes que llegue al término de nuestros días, la muerte puede invadir diversas zonas de nuestra existencia. No es difícil constatar cómo, por diversos factores y circunstancias, el pecado va matando en nosotros la fe en el valor mismo de la vida, la confianza en las personas, la capacidad para todo aquello que exija esfuerzo generoso o valor para correr riesgos.
Casi inconscientemente, el pecado va acrecentando en nosotros pasividad, inercia, inhibición. Sin darnos cuenta, podemos caer en el escepticismo, el desencanto, la pereza total. Tal vez ya no esperamos gran cosa de la vida. No creemos apenas ni en nosotros mismos ni en los demás. El pesimismo, la amargura y el malhumor se adueñan cada vez más fácilmente de nosotros.
Quizá descubrimos que, en el fondo de nosotros mismos, la vida se encoge y se va empequeñeciendo. El pecado se ha ido convirtiendo en costumbre. Tal vez sabemos, aunque no lo queramos confesar abiertamente, que nuestra fe es convencional y vacía, costumbre religiosa sin vida, inercia, formalismo externo, letra "muerta".
Vivir la experiencia pascual tiene que ser para nosotros acoger el Espíritu vivificador del Resucitado, escuchar sus palabras, que son "espíritu y vida" (Jn 6, 63), y experimentar en nosotros la fuerza que Cristo posee de "resucitar lo muerto".
Entramos en la dinámica de la resurrección, cuando, enraizados en Cristo, vamos liberando en nosotros las fuerzas de la vida, luchando contra todo lo que nos deshumaniza, nos bloquea y nos mata como seres humanos y creyentes.
Vivir la dinámica de la resurrección es vivir creciendo: acrecentando nuestra capacidad creativa, intensificando nuestro amor, generando vida, estimulando todas nuestras posibilidades, abriéndonos con confianza al futuro, orientando nuestra existencia por los caminos de la entrega generosa, el amor fecundo, la solidaridad generadora de justicia.
Se trata de entender y vivir la existencia cristiana como un "proceso de resurrección", superando cobardías, perezas, desgastes y cansancios que nos podrían encerrar en la muerte, instalándonos en un egoísmo estéril y decadente, una utilización parasitaria de los otros o una indiferencia y apatía total ante la vida.
"Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hacia Aquél que es la Cabeza, Cristo" (Ef 4, 15).
"Unidos a la Cabeza, de la cual todo el Cuerpo (la Iglesia) ... recibe nutrición y cohesión, para realizar su crecimiento en Dios" (Col 2, 19).
Este crecimiento no consiste en un incremento en número, extensión, poder, sabiduría, prestigio. Se trata de "revestirse del Hombre Nuevo", creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad" (Ef 4, 24). "Revestirse del Kyrios Jesucristo" (Rm 13, 14). Crecer en el Resucitado.
Constantemente repetimos que el "tener" va sustituyendo al "ser" en la experiencia cotidiana del hombre contemporáneo, pero tal vez no advertimos hasta qué punto esta "neurosis de posesión" está impidiendo hoy el crecimiento de las personas, el crecimiento de la vida, del amor y la amistad, de la autenticidad, de la ternura y la solidaridad.
La "filosofía del tener" ha penetrado tan profundamente en nosotros que está incluso deformando sustancialmente la vida de fe de bastantes cristianos. Hay creyentes que entienden la fe como algo que se tiene: unos la poseen y otros no. Todo se reduce a "conservar la fe" sometiéndose a la autoridad de a Iglesia.
Pero, cuando la fe se entiende así, como un "depósito de verdades" que hay que asegurar y conservar, lamentablemente es difícil vivir aquella dinámica de crecimiento que Jesús promete para el tiempo pascual: "Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa" (Jn 16, 13). Lo más "sencillo y cómodo" es instalarse interiormente: entender la fe como algo ya poseído de una vez para siempre y sentirse dispensado de irse abriendo día a día al misterio de Dios (crecer).
De la misma manera, cuando la moral se reduce a "conservar las buenas costumbres", cuando las comunidades cristianas poseen ya un estilo hecho e inamovible, cuando las parroquias funcionan "por cursos" y cada año se vuelve a repetir invariablemente lo del curso anterior, sin enriquecer la experiencia cristiana, al ritmo de cada día, cuando se entiende el ministerio pastoral como una posesión o beneficio, entonces tenemos que decir que nos falta esa dinámica de crecimiento que implica la vida pascual.
La experiencia pascual que necesitamos consiste precisamente en descubrir que la fe no es simplemente algo que se posee, sino una vida que crece en nosotros; que la moral cristiana no se reduce a cumplir unos preceptos, sino que es seguimiento fiel de Cristo y expansión de toda nuestra persona habitada por el Espíritu del Señor. Viviremos la experiencia pascual cuando pasamos de "tener fe", a dejarnos transformar por la presencia vivificadora del Resucitado.
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