sábado, 3 de septiembre de 2011

DE LA CONVERSION CRISTIANA Y EL CAMINO DEL CONOCIMIENTO DE SI MISMO

Autor: Nelson Medina OP

La primera palabra de Cristo en el Evangelio, cuando inicia su ministerio de predicación, es un llamado a la conversión: "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creed en el evangelio" (Marcos 1,15; véase Mateo 4,17).

Es interesante y provechoso relacionar el acto del arrepentimiento y el conocimiento de uno mismo, sobre todo porque esta relación no aparece en los contextos no-cristianos.
La New Age o las escuelas hoy populares de "Metafísica" o de Esoterismo pueden hablarnos de conocimiento de sí pero ciertamente no dirán la parte de arrepentirse. Llegar a arrepentirse entraña muchas cosas y no equivale simplemente a sentir vergüenza, incomodidad o culpa. El genuino arrepentimiento va siempre de la mano del conocimiento de sí.

La Biblia suele describir este proceso en términos de una luz que lleva a la persona a descubrir algo que no veía. Lo descubierto tiene que ver con los actos pasados y la condición presente; tiene que ver con lo que uno es y con quién es Dios; tiene que ver en fin con la humildad, la confianza y la esperanza. No es algo tan sencillo, burdo e inútil como un dedo que acusa y hunde en desesperación. Es un acto bien compuesto, profundamente respetuoso y humano, por el que la persona a la vez se conoce mejor y empieza a ser mejor.


La palabra conversión alude a un cambio de dirección o de rumbo. El rumbo nuevo brota de una luz nueva, una luz que muestra lo que yo no veía antes. San Pablo describe esta experiencia como una "revelación" de la cual se expresa con estas palabras: "Cuando Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar a su Hijo en mí para que yo le anunciara entre los gentiles..." (Gálatas 1,15-16). La parte esencial está en aquello: "revelar a su Hijo en mí." Cristo viene a ser aquí como la lámpara que me lleva a saber la verdad sobre mí mismo; él es Aquel que me enseña lo que yo no sé sobre mí. En expresión del Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes, n. 22), frase muy querida para el Papa Juan Pablo II, "Cristo revela el hombre al hombre mismo".

Conocerse, pues, es mucho más que navegar bajo el cielo mortecino de las propias conjeturas. Y esto tiene mucho sentido. Si lo único que yo tuviera para conocerme fuera mi razonar, ¿cómo conocería si razono bien? Y si digo que la autoevidencia es la luz que me lleva a razonar bien, ¿cómo sé si hay cosas que son evidentes pero no las he encontrado, cosas que tal vez me muestran que mis anteriores evidencias estaban equivocadas? Y dígase otro tanto de nuestros "sentimientos," que a veces no son sino prejuicios, o de nuestras apreciaciones, que a veces no son sino la traslación de lugares comunes o intereses soterrados. ¿No nos ha pasado muchas veces que las apariencias engañan o que la famosa "primera impresión" que tenemos de alguien luego resulta errada?

Conocerme es buscar un cielo mejor y una luz que no tengo pero sí requiero. La presente no es una obra para demostrar que Dios existe o que Cristo es el Camino; más bien, sobre la base de esas grandes afirmaciones, que muchos confesamos con gozo y que de muchos modos hemos anunciado también, aquí descubrimos que ninguna luz puede guiarnos mejor que la luz de Cristo.

Encontrarse de veras con Cristo y llegar a conocerse vienen a ser sinónimos. Pasajes como el de aquella mujer samaritana del capítulo cuarto del Evangelio de Juan o como la conversión de Zaqueo vienen a la memoria espontáneamente. Además, es muy distinto llegar al conocimiento de sí mismo con la luz de Cristo o sin ella. Como bien anota Santa Catalina de Siena, el solo conocimiento de nosotros fácilmente conduce a la desesperación, pues destapar los sótanos del alma deja salir toda suerte de miasmas y espectros. Descubrir que en el fondo de mi existencia he sido siempre un egoísta y que todo el mundo es en el fondo egoísta no me libera por sí solo del egoísmo. Más bien, lo probable es que me conduzca a la amargura y la náusea, como le pasó a Jean-Paul Sartre, que no creía en Cristo como su salvador personal. En el fondo tenía razón: sin Cristo esta vida produce náusea. Al final este capitán de los existencialistas ateos solucionó su náusea escribiendo con abundancia.

Muy distinto es el desenlace cuando bajo a mi sótano armado de la luz de Cristo. No es que mi verdad se atenúe o disfrace, no es que queden maquillados mis errores o escondidas mis incoherencias, sino que todo ello queda integrado en un plan más amplio que finalmente se resuelve en anuncio de conversión, misericordia y obras de vida nueva.

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