Muchos
son los que critican a Dios sin saber de qué hablan, pero también son
muchos los que le alaban sin conocer qué están defendiendo o adorando.
Tanto en uno como otro caso, Dios siempre está más allá de nuestras
posibilidades de conocimiento. Si las críticas hacia Dios son
superficiales, no lo son menos los argumentos que suelen esgrimirse en
su defensa. También hay muchos a quienes repugna intelectualmente la
mera mención de la palabra «Dios». Sin embargo, Dios no es una cuestión
terminológica, ni una realidad que abarque el lenguaje. Bien, podríamos
prescindir de la palabra Dios, puesto que Él también dijo que no se le
nombrase en vano.
Dios
puede estar detrás de la negación sistemática de unos y de la aceptación
ciega de otros. Muchos pueden opinar que Él existe o que no existe,
pero pocos parecen saber que Dios —en tanto que Fuente del ser— está más
allá de existencia y de no-existencia. También suelen aplicársele
nociones espaciales harto extrañas, como que Dios está dentro, fuera o
arriba, en el reino de los cielos.
Pero
Él no es un ente, ni siquiera un «Ens Supremum», un fenómeno
extraordinario ubicado en la cúspide de la existencia, sino que es la
esencia de todos los entes y de todos los fenómenos o, dicho de otro
modo, si los entes parecemos disfrutar de una mínima apariencia de
existencia, es debido al ser de Dios. Dios no existe como un objeto
material, emocional, mental y ni siquiera espiritual, es decir, como un
trozo de madera, un libro, una estructura filosófica sofisticada o un
blanco ideal donde proyectar nuestros deseos y temores más profundos.
Por eso, es posible afirmar que no existe porque sólo los objetos pueden
existir y Dios no es un objeto. De hecho, ni siquiera puede ser
convertido en un objeto de culto. Todo lo que podemos adorar son sus
intermediarios, sus nombres, sus cualidades, pero nunca su mismo ser
inefable e incognoscible. El ser de Dios está más allá de la adoración y
la relación. Es absolutamente trascendente.
Sólo
Dios tiene derecho a ser llamado de ese modo. La divinidad es única. La
divinidad está más allá de unidad y dualidad. El monoteísmo dice tan
sólo que Dios existe, mientras que el teomonismo declara que sólo Dios
existe.
Entonces, no
sólo afirmamos que Dios está más allá de existencia y de inexistencia,
sino que es el único ser. Sin embargo, paradójicamente, el ser único de
Dios no anula a la pluralidad de los existentes. Dios dona su ser a todo
cuanto existe. Por eso, sostienen sabios como Ibn ʿArabī que, para que
podamos existir, nuestra nada tiene que pasar a través de Dios. En ese
sentido, también señala que nosotros somos «la nada de la nada».
Sólo
la lejanía relativa de Dios hace posible nuestra existencia aparente
porque, en su presencia, cualquier otra presencia se desvanece. La
proximidad de Dios aniquila, mientras que su separación permite la
existencia de nuestros pequeños yoes separados.
Gloria, pues, a la separación que hace posible el retorno infinito de la unión sin principio ni fin.
Por
un lado, trata de mostrársenos pero, por el otro, debe ocultarse de
nosotros eternamente. Si Dios se mostrase tal cual es, todos los
universos se desintegrarían en un instante. Inevitablemente y a la
postre todos los universos se desintegrarán y sólo quedará Su Faz tal
cual es.
Cuando Dios está
presente, el yo está necesariamente ausente. Él —que carece
absolutamente de yo— es el único que merece llevar por derecho propio
ese pronombre.
Dios no
puede ser probado por nadie salvo por Él mismo. Él no necesita que le
defiendan. Sólo Dios puede dar testimonio de sí mismo, cualquier otro
testimonio sólo es testimonio de nuestra propia existencia. El
testimonio que Dios da de sí mismo es inequívoco, concluyente,
arrebatador.
Dios puede
mostrarse como quiera, asumiendo cualquier forma o ninguna. Por eso,
apegarse a una sola manifestación divina conduce a una peligrosa e
insana idolatría. Cada ente, cada cosa, es un signo exclusivo de Dios,
pero Dios no está en ningún lugar ni en cosa alguna. Él está, más bien,
en el no-dónde, en la no-cosa, en el no-estar... Y ni siquiera eso...
Los
signos de Dios son ilimitados. Dado que no puede mostrarse
directamente, se muestra a través de sus teofanías. Entre los signos más
poderosos, el amor en cualquiera de sus manifestaciones es el
paradigma. No tiene comparación, pero lo que más se le parece es el
Amor, que no conoce contrario.
La
religión de Dios es la misma y distinta de todas las demás religiones.
Esa religión es el estado natural —la Alianza Eterna, la Chispa de
Divinidad, la Perla Inmarcesible— que Dios pone en cada ser humano y
que, posteriormente, es reprimido y limitado por las diversas
confesiones particulares. Sin embargo, ninguna práctica religiosa puede
alterar esa disposición natural, ese vínculo indestructible. Cualquier
práctica espiritual —si se permite esa contradicción en los términos—
que implique esfuerzo sólo consigue aumentar la musculatura de nuestro
ego, al igual que todo ejercicio deliberado de la virtud.
Procedemos
del Absoluto a través de Dios. Nos movemos en Él, nos dirigimos a Él.
Venimos de Dios, volvemos a Dios, somos de Dios: «Quien se conoce a sí
mismo, conoce a su Señor».
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