El misterio de la encarnación en la que la generosa comunicación que Dios hace de sí mismo al género humano alcanza su culmen, es, en efecto, la obra más grande (maximum opus) realizada en la Historia por el Espíritu Santo. Siendo en efecto, el don más sublime y más completo que Dios hace de sí mismo a toda la Creación por amor (la encarnación), se pone de manifiesto que es la persona del Espíritu Santo, el cual en la intimidad de la vida Trinitaria es Amor-Don y el sujeto mismo del que emana toda gracia divina, el que obra la encarnación por medio de la Santísima Virgen. El artífice divino de esta obra es el Espíritu Santo.
Los dos evangelistas a quienes debemos la narración del nacimiento y de la infancia de Jesús de Nazaret, se pronuncian del mismo modo sobre esta cuestión.
Según Lucas, en la anunciación del nacimiento de Jesús, María pregunta "¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?", y recibe esta respuesta: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del altísimo te cubrirá con su sombra, por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios" (Lc 1, 34s). El Espíritu aparece de esta manera como el agente de una nueva creación que ya está actuando en este mundo.
Mateo narra directamente: "El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María estaba desposada con José y antes de estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo" (Mt 1, 18). El texto pertenece al comentario que incluye Mateo al final de la genealogía de Jesús, el Mesías, Hijo de David, Hijo de Abraham (1,1). José turbado por esta situación, recibe en sueños la siguiente explicación: "No temas tomar contigo a María, tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús (Yehoshua, Yahveh salva) porque él salvará a su pueblo de sus pecados". (Mt 1,20s). El evangelista añade una explicación final remitiendo a los lectores al texto del Emmanuel del libro de Isaías (vv 23-23; Is 7, 14). El Hijo de Dios se identifica con el Emmanuel.
Todos los datos recogidos de la tradición hallada en los evangelios de Mateo y de Marcos, el Espíritu Santo, con rasgos todavía muy cercanos a la concepción del Antiguo Testamento, aparece como la fuerza salvadora de Dios que interviene al final de la historia actuando en aquel personaje que viene a cumplir el designio de Dios. Jesús, como Siervo de Yahveh y como Hijo de David, recibe la plenitud del Espíritu Santo que lo capacita para cumplir la misión encomendada por el Padre y que en el Antiguo Testamento se encontraba separada en aquellas dos figuras mesiánicas: Hijo de David a quien se le había prometido que de su linaje descendería el que sería el Salvador, el Mesías (Ungido por el Espíritu Santo) y el Siervo de Yahveh descripto por Isaías en el que anticipa cómo sería la redención/salvación de la humanidad por un Jesús que ha de tirar por tierra todos los conceptos triunfalistas del Mesías del Antiguo Testamento.
La tarea más característica del Espíritu Santo, aquélla de "dar la vida", es ejercida por Él en forma supremamente perfecta ("suprema plenitud") al producir la milagrosa concepción y el nacimiento virginal de Jesús. Obrando en María Virgen la concepción y el nacimiento de Jesús, el Espíritu Santo comienza, en efecto, a derramar su vida divina sobre todo el género humano. Y continuará haciéndolo después ininterrumpidamente en y por medio del Hijo de Dios encarnado, dado que la superabundante vida divina recibida por él, es la fuente de cualquier otra gracia ofrecida a los seres humanos (y a través de ellos, en cierto modo, a todas las criaturas materiales) por el Espíritu.
Por obra del Espíritu Santo se realiza el misterio de la unión hipostática, esto es la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, la unión de la divinidad con la humanidad en la única persona del verbo-hijo.
Cuando María en el momento de la anunciación pronuncia su "Fiat": "Hágase en mí según tu palabra", concibe de modo virginal un hombre, el hijo del hombre, que es el Hijo de Dios. Mediante este "humanarse" del verbo-hijo, la autocomunicación de Dios alcanza su plenitud definitiva en la historia de la creación y de la salvación. Esta plenitud adquiere una especial densidad y elocuencia expresiva en el contexto del evangelio de San Juan, "la Palabra se hizo carne". La encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana, sino asumir también con ella, en cierto modo, todo lo que es "carne": toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La encarnación, también tiene, por tanto, todo su significado cósmico y su dimensión cósmica. "El primogénito de toda la creación", al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une en cierto modo, a toda la realidad del hombre, el cual es también "carne", y en ella a toda "carne" y a toda la creación.
El Espíritu Santo que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón sea perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios que superaba todo concepto y toda facultad humana. "¡Feliz la que ha creído!", así es saludada María por su parienta Isabel, que también estaba llena del Espíritu Santo. En las palabras de saludo a la que "ha creído", parece vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con todos aquellos de los que Cristo dirá que "no creyeron". María entró en la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del corazón humano ante el don: ante la autocomunicación de Dios por el Espíritu Santo. Escribe San Pablo: "El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Cor 3, 17). Cuando Dios Uno y Trino se abre al hombre por el Espíritu Santo, esta "apertura" suya revela y a la vez da a la creatura-hombre la plenitud de la libertad. Esta plenitud, de modo sublime, se ha manifestado precisamente mediante la fe de María, mediante la "obediencia de la fe". Sí ¡Feliz la que ha creído!.
Cuando decimos "que fue concebido por obra del Espíritu Santo", estamos aceptando que materia y espíritu forman un todo. Que si la presencia de Dios puede estar contenida en la carne, entonces toda carne contiene lo santo, toda carne está bajo el impulso de Dios. Esa carne que algunos seres humanos, en su ardor por alcanzar la perfección, desdeñan como peligrosa, ha sido dotada por Dios de una enorme capacidad para lo divino. La noción de que la divinidad no rechaza lo humano es una gloriosa declaración de fe. Cuando recordamos que Jesús fue concebido por el Espíritu Santo, conocemos la vida espiritual a la que estamos destinados pues ese mismo Espíritu habita en nosotros. Como Jesús fue formado por el Espíritu, nosotros sabemos que también ahora somos formados por Él. La conciencia del Espíritu dentro de nosotros es la conciencia de lo cósmico, creado por Dios y encarnado en Jesús.
El Espíritu abrió a Jesús a un mundo situado más allá de sí mismo. El Espíritu hace algo semejante con nosotros si nos permitimos llegar a ser más grandes que las limitaciones de una humanidad en la que la divinidad aún no se ha desplegado del todo. Roguemos al Señor que abra nuestro corazón para dejarnos transformar por la Gracia de su Santo Espíritu. No debemos temer porque es el Espíritu Santo quien nos ha de guiar. Amén.
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