En Jesús, Dios ha ingresado a la historia humana, y por cierto también a la historia del sufrimiento. Ha experimentado el sufrimiento humano en el propio cuerpo. Se volvió capaz de sufrir.
El hecho de que el propio Dios sufra en Jesucristo es una visión revolucionaria de Dios que nos diferencia de las imágenes de Dios de otras religiones. En Jesús, Dios no es lejano e inaccesible o incapaz de sufrir, como la mayoría de los dioses de otras creencias religiosas. Por el contrario, se ha convertido en un hombre y ha padecido personalmente TODO el sufrimiento humano. Ha experimentado todos los sentimientos del ser humano en el propio cuerpo. Nos redime así del sufrimiento y de la muerte. Todo el desprecio del hombre, lo mortal y destructor, pierde fuerza a través del amor de Dios. De lo contrario ¿cómo podríamos pedir a alguien que crea en un Dios que no conoce la precaria situación en que se encuentra el género humano?
Esta es la clase de sufrimiento que soportado con toda la generosidad de que es capaz un ser humano, constituye un misterio divino.
Jesús vivió la cruz humana con nosotros, para nosotros. Tenemos un compañero de viaje.
El Credo nos pide aquí que recordemos los sufrimientos que precedieron a la muerte de Jesús. Él nos quiere enseñar cómo superar los Gólgotas de nuestra vida, con su misma lucidez, con su misma sólida fe, con su misma confianza en la providencia divina.
Antiguamente la Iglesia explicaba los sufrimientos de Jesús como una especie de pago por el pecado. Sin embargo este concepto se contradice con la noción que Jesús tiene de Dios. En el antiguo concepto, el Dios que pide el sacrificio de Jesús no es el mismo que Jesús describe. El modelo de la expiación nos presenta a un Dios vengativo, enojado, manipulador, sádico. No es el Dios lleno de alegría que recibe con banquetes a sus hijos descarriados. No es el Dios que cuenta los cabellos de nuestra cabeza y alimenta a los pájaros del cielo. No es el Dios amoroso que cuando le pedimos pan, no nos da piedras. El Dios de Jesús se contradice con esa imagen de aquél Dios cruel que envía a su Hijo a morir en un cruento sacrificio ideado para aplacar a un ego divino. El dogmatismo agresivo, confunde y aterra. Jesús, sin embargo, nos redime del miedo. Dios no quiere la esclavitud del miedo para nosotros.
Sin embargo, Dios Padre permite que su Hijo se entregue hasta la muerte consumando así su mensaje de amor a la humanidad.
Con su padecimiento, Jesús no hace visible el pecado como un reproche contra los seres humanos sino como algo que él mismo padece para que los pecadores nos veamos libres de la causalidad del pecado. No obstante, el sufrimiento de Cristo me exige apartarme del pecado y seguir el camino del seguimiento. Requiere conversión. “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?” Ella le contestó: “Nadie, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”. (Juan 1,10).
Jesús no nos ha dado explicación alguna de por qué debemos sufrir o por qué existe sufrimiento en el mundo. Pero da una respuesta a la cuestión del sufrimiento, entrando él mismo en la Pasión soportando en su cuerpo lo que oprime y agobia a las personas. En su sufrimiento se hace solidario con todos los que sufren. Así también se podría decir que cargó con mi sufrimiento. Esto no significa que por esa razón no vaya yo a pasar por ningún sufrimiento más. Sino que más bien lo viviré de otra manera. Sabré que en mi sufrimiento no estoy solo. Mi sufrimiento será fructífero para este mundo si lo asumo, como Jesús, en sustitución de otros.
Siempre debemos tener presente que Jesús sufre por amor.
Cristo sufre, entre otros padecimientos, la desilusión que viene del éxito superficial, una sensación de fracaso, la traición que llega de las personas en las que confiaba, la incomprensión por parte de las autoridades, el miedo, la humillación, el abandono, la soledad, la desesperación y la muerte. Y nos enseña a todos nosotros cómo hacer lo mismo. Decir "Creo que Cristo padeció", es decir "Creo que el sufrimiento puede ser trascendido". Es apostar por la esperanza.
El Dios de Jesús sólo quiere nuestro bien, nuestra inmersión en la divinidad. Y envía a su Hijo para que nos enseñe el camino hacia la verdadera libertad de los hijos de Dios.
En la cotidianidad de nuestra vida, pasamos por distintos tipos de sufrimientos. En ellos puedo mirar a Cristo con sus palabras, sus tiernos contactos, pero principalmente en su entrega en la cruz. Si imagino la decepción que debió sentir Jesús en la cruz respecto a los hombres, cómo estuvo expuesto al odio de sus adversarios y que sin embargo murió no con amargura sino con amor indulgente, entonces todos los pensamientos y sentimientos amargos se disipan en mí. Experimento entonces una relación sanadora con Jesucristo, pero también como un desafío para enfrentar los conflictos cotidianos de manera diferente.
Cristo conoció el aplauso de la multitud a la que le dio de comer, pero luego fueron aquellas mismas personas frente al palacio de Pilato, las que terminaron por pedir que liberaran a Barrabás, el bandido, en lugar de Jesús, el Santo. Del Jesús que sufre, aprendemos que, al final, también con nosotros sólo estará Dios.
Cristo sufrió el fracaso: el Domingo gritaban "¡Ohsanna!", el Viernes, "¡Crucifícale!" ¡Cuántas veces también nuestros planes se han ido por la borda! Del Jesús que sufre aprendemos que la vida no consiste en triunfar. La vida es plenitud no eficacia.
Cristo fue traicionado por las personas en las que más confió en su vida. Su propia familia lo llamó loco. Y uno de sus queridos discípulos lo traicionó en el momento en que más lo necesitaba, se vendió por treinta monedas de plata, y lo entregó a sus enemigos cuando la traición le proporcionaba más ventajas que la fidelidad.
Del Jesús que sufre aprendemos que el "sálvese quien pueda", prevalece sobre el "creo en ti".
Jesús padeció una crisis emocional y el agotamiento físico. Lloró en el Huerto de los Olivos aterrorizado, profundamente deprimido y desanimado, sumido en el fracaso. Todo había sido en vano, todo había sido ignorado. El Dios que había hablado a su corazón durante toda la vida, permanecía en silencio. No le quedaba nada. En sus ojos no había un destello de esperanza. No había milagros para él. Todos comprendemos perfectamente esta situación. Todos sabemos lo que es perder lo que más amamos, perder lo que tenemos, la autoestima, la fuerza y ver cómo todo ello es reemplazado por la frustración y el vacío.
Del Jesús que sufre, sin embargo, aprendemos que el fin nunca es el fin, que se puede hacer más, que nos podemos levantar y seguir nuevamente adelante.
Jesús conoció el miedo y la humillación, el abandono y la soledad en los momentos más duros de su vida. Los apóstoles se quedaron dormidos en el Huerto de los Olivos. Pedro sacó su espada. Los soldados romanos se sortearon su ropa. Todos, o casi todos sus seguidores desaparecieron excepto su madre, las mujeres y un discípulo. No fueron los leprosos sanados, los paralíticos curados, los ciegos que volvieron a ver. No hubo nadie que pidiera a gritos su liberación. Murió en desgracia como un criminal de Estado. Y murió sin una maldición en sus labios. Del Jesús que sufre aprendemos que vivir en armonía con nuestro Dios es, incluso en el momento de la total destrucción, la única fuerza que necesitamos para sobrevivir con el alma entera y sin un corazón abatido.
Cuando nuestra vida se convierte en una carga demasiado pesada, nos acordamos que Jesús padeció.
Decir "Creo en Jesucristo que padeció", es como decir que creo que el sufrimiento no destruye y que, de hecho, puede ser la gloria que defina nuestras vidas. Es como decir "Creo que el Dios ausente, está presente para mí". Amén.