Es importante que entendamos que para manejar nuestros temores, tendremos que aprender a reconciliarnos con las heridas del pasado. Deberemos aprender a aceptar que, en muchos casos, nos han quedado profundas cicatrices por malas experiencias vividas y que éstas permanecerán por siempre en nuestra alma: heridas de guerra,
abusos sexuales, violencia en la infancia, padres alcohólicos y violentos, madres sumisas y permisivas de las conductas atroces de los padres hacia las hijas o hijos.
Sin descartar cualquier ayuda profesional que pudiera necesitarse, a nosotros, desde lo espiritual, nos resultan muy útiles las estrategias que podamos elaborar para reconciliarnos con el hecho de que esas heridas nos acompañarán hasta que nos muramos.
Una de las estrategias fundamentales, como ya hemos explicado, es ENTREGARSE A DIOS. Para esto podríamos también recurrir a un ritual, como por ejemplo, cuando nos asalta el temor, tomar una cruz en nuestras manos y santiguarnos con agua bendita.
Tal vez podríamos quedarnos abrazados a la cruz y respirar lenta y profundamente repitiendo nuestra fórmula o alguna otra.
Otra herramienta maravillosa es por supuesto, la oración de quietud y silencio con respiración pausada y coordinada, si es que podemos hacerla en ese momento, o el rezo del Santo Rosario o alguna otra oración que nos produzca tranquilidad y sosiego. La respiración pausada es fundamental para bajar la frecuencia cardíaca, entre otros beneficios. Inhalar profundamente contando hasta 7 y exhalar contando hasta 10. Cuando he logrado calmarme, puedo agregar más tiempo en inhalar y exhalar.
Como venimos afirmando, el miedo a la muerte, esencialmente nos pertenece a nosotros los mortales. No podemos esquivarlo. Debemos entablar amistad con él, hablar con él y permitir que siempre nos remita a Dios. Entonces nos recordará que somos seres humanos limitados, mortales y no inmortales; que estamos en este mundo pasajero en el que somos esclavos de un tiempo que vuela inexorablemente hacia el final.
Ahora bien, la fe de cada uno de nosotros nos dice que en nuestra mortalidad, nos dirigiremos a Dios. En Él se cumplirá nuestro anhelo de vida eterna. Al encontrarlo a Dios, no nos desintegramos, sino que nuestro núcleo más interior (ese con el que nos conectamos en nuestra oración contemplativa), nuestra persona, está salvada para siempre. Sí, recién en Dios podrá resplandecer la imagen primitiva y auténtica que él ha grabado en nuestra alma y que Él se ha grabado de nosotros en la suya.
En su discurso de despedida antes de su
muerte, Jesús describe de manera formidable lo que nos espera en la muerte. El
sabe que va a morir en la cruz; sin embargo interpreta la brutalidad de esa
muerte, que le viene desde afuera, como un acto propio, como un ir al Padre. Él, Jesús, que en su fé ha vencido a la muerte, antes de morir quiere
infundirles a sus discípulos confianza y valor. Veamos cómo nos lo dice.
Jn 14, 1-3: “No se inquieten, crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes”. En estas palabras se hace claramente perceptible la superación de la muerte.
En la muerte no habitaremos en algo desconocido y oscuro, sino en algo familiar y confiable. Jesús mismo ha ido antes que nosotros y nos ha preparado la casa en la cual viviremos para siempre.