jueves, 28 de marzo de 2019

UN CAMINO HACIA EL ALMA


 
El 4 de julio de 1845, Henry David Thoreau se mudó a una pequeña casa en la laguna de Walden, con la idea de vivir dos años de vida sencilla. Con lo que él no contó fue que su decisión, lejos de ser arbitraria, dictaminó su encuentro con la trascendencia, donde la propia naturaleza se unió a su existencia y le recordó que él estaba en todo y hacia parte del todo también, mostrándole un conocimiento infinito del que se nutrió y que luego transmitió en su maravilloso libro Walden.
Lo realmente interesante de esta historia de vida, fue que Thoreau vivió esa experiencia sin acudir a textos sagrados, ideas dogmáticas o religión alguna. En esencia y sin pretenderlo, su camino fue el encuentro con lo místico, que en definitiva es un estado de armonía. Lo que no entendió Thoreau es que para ese momento, su mirada estaba ya irrefrenablemente puesta en lo sagrado porque todo su ser adoptó la contemplación como modo de vida.
La contemplación que es la meditación del alma, propicia el entendimiento de la existencia, del ser en conexión con lo divino, para lograr comprender que somos parte de la creacón universal con un fín en la tierra que tiene que ver con ese don que nos hace únicos.
La contemplación que es la meditación del alma, propicia el entendimiento de la existencia, del ser en conexión con lo divino, para lograr comprender que somos parte de la creacón universal con un fín en la tierra que tiene que ver con ese don que nos hace únicos.
Con la contemplación se busca la trascendencia, se descubre el valor fundamental de ir más allá, de dejar huella, pero también de ser y estar en un presente eterno, con la capacidad de asombrarse cada día con cada experiencias de vida y con la plenitud de lo que somos.

Santo Tomás, decía que en la contemplación se recibe o se experimenta de algún modo a Dios. Ricardo de San Vítor hablaba que la contemplación es un acto del espíritu que penetra libremente en las maravillas que el Señor ha esparcido en los mundos visibles e invisibles y que permanece suspendido en la admiración. Para Pablo de Ors es el encuentro con Dios, el huesped del alma. Yo me uno a las palabras de Pablo.  En realidad, la finalidad de la contemplación es experimentar la manifestación de Dios y su universo en nuestra realidad, o mejor, percibir cómo Dios nos experimenta y habla, en particular cuando meditamos en su palabra.
Pero más allá de ello,  con la contemplación trabajamos el espíritu para que con la iluminción, soltemos la tensión, el miedo, y con el perdón, logremos un etado profundo de amor, para ser le mejor versión de nosotros mismos. Junto a Thoreau entendemos que la contemplación tiene una sola causa, volver una experiencia, el encuentro entre lo infinito y lo transitorio, como el camino  de vivir en coherencia con nuestro propósito de vida y la misión que  Dios nos entrega. Con la contemplación encontramos la voz de Dios.

Thoreau vivió dos años en contemplación, y reconoció su existencia en cada gota de agua, en una hoja, en cada insecto, en cada despuntar del día, y como ninguno, conoció lo que era trascender.


María Reina, con la colaboración de Carlos Arguello

domingo, 10 de marzo de 2019

Pablo D'Ors: El camino de contemplación. Meditación y redención de las s...

ACERCA DE LA CONTEMPLACION


Caminar hacia ese “centro del hombre y del mundo” donde reside la llamada salvadora de Dios, es caminar hacia la soledad en la solidaridad, hacia el desierto que contiene aguas que saltan hasta la vida eterna. Es también caminar hacia la libertad.
La contemplación no llega a la realidad después de un proceso de deducción, sino por un despertar intuitivo en el que nuestra realidad libre y personal se hace plenamente consciente de su profundidad existencial, que se abre al misterio de Dios.
Solo quien sabe, o puede, librarse de las ilusiones es capas de encontrar la contemplación (y no solo aquel que huye de la sociedad y del ruido).
Hay muchas ilusiones de las que debemos librarnos: ilusiones sobre Dios, sobre nosotros mismos, sobre la gente, sobre las realidades creadas. Pero especialmente es necesario librarse de la ilusión de poder llevar una existencia separada de Dios, de la trascendencia y de la realidad espiritual que envuelve el mundo.
Publicado por Gabriel de Santa Maria

MEDITAR

DIOS ES EL SILENCIO DEL CUAL PROCEDEN TODOS LOS SONIDOS
Pablo d’Ors

Para fortalecer mi convicción y apuntalar mi voluntad, me centré en lo que estimé que era más determinante: el silencio. Me refiero tanto a lo que hay en el silencio como al silencio mismo, que es una auténtica revelación. Debo advertir desde ahora, sin embargo, que el silencio, al menos tal y como yo lo he vivido, no tiene nada de particular.
El silencio es solo el marco o el contexto que posibilita todo lo demás. ¿Y qué es todo lo demás? Lo sorprendente es que no es nada, nada en absoluto: la vida misma que transcurre, nada en especial. Claro que digo «nada», pero muy bien podría también decir «todo».
Para escribir, como para vivir o para amar, no hay que apretar, sino soltar, no retener, sino desprenderse. La clave de casi todo está en la magnanimidad del desprendimiento. El amor, el arte y la meditación, al menos esas tres cosas, funcionan así. Cuando digo que conviene estar sueltos o desprendidos me refiero a la importancia de confiar.
Cuanta más confianza tenga un ser humano en otro, mejor podrá amarle; cuanto más se entregue el creador a su obra, está más le corresponderá. El amor –como el arte o la meditación– es pura y llanamente confianza. Y práctica, claro, porque también la confianza se ejercita.
La meditación es una disciplina para acrecentar la confianza. Uno se sienta y ¿qué hace? Confía. La meditación es una práctica de la espera. Pero ¿qué se espera realmente? Nada y todo. Si se esperara algo concreto, esa espera no tendría valor, pues estaría alentada por el deseo de algo de lo que se carece. Por ser no utilitaria o gratuita, esa espera o confianza se convierte en algo neta y genuinamente espiritual.
Todos tenemos la experiencia de lo aburridas e incómodas que suelen ser las esperas. Como arte de la espera que es, la meditación suele ser bastante aburrida. ¡Pues qué fe tan grande hay que tener entonces para sentarse en silencio y quietud! Exacto: todo es cuestión de fe. Si tienes fe en sentarte a meditar, tanta más fe tendrás cuanto más te sientes con este fin. De modo que podría decir que yo medito para tener fe en la meditación. Al estar aparentemente inactivo, cuando estoy sentado comprendo mejor que el mundo no depende de mí, y que las cosas son como son con independencia de mi intervención. Ver esto es muy sano: coloca al ser humano en una posición más humilde, le descentra, le ofrece un espejo a su medida....
Hoy sé que conviene dejar de tener experiencias, sean del género que sean, y limitarse a vivir: dejar que la vida se exprese tal cual es, y no llenarla con los artificios de nuestros viajes o lecturas, relaciones o pasiones, espectáculos, entretenimientos, búsquedas…
Todas nuestras experiencias suelen competir con la vida y logran, casi siempre, desplazarla e incluso anularla. La verdadera vida está detrás de lo que nosotros llamamos vida. No viajar, no leer, no hablar…: todo eso es casi siempre mejor que su contrario para el descubrimiento de la luz y de la paz...
Para convertirme en alguien que medita, aparte de sentarme a diario uno, dos o tres periodos de unos veinte o veinticinco minutos, no tuve que hacer nada en especial. Todo consistía en ser lo que había sido hasta entonces, pero conscientemente, atentamente. Todo mi esfuerzo debía limitarse a controlar las idas y venidas de la mente, poner la imaginación a mi servicio y dejar de estar yo –como un esclavo– al suyo. Porque si somos señores de nuestras potencias, ¿por qué hemos de comportarnos entonces como siervos?
La atención me fue conduciendo al asombro. En realidad, tanto más crecemos como personas cuanto más nos dejemos asombrar por lo que sucede, es decir, cuanto más niños somos. La meditación –y eso me gusta– ayuda a recuperar la niñez perdida.