miércoles, 19 de mayo de 2010

ESE VIEJO EGO NO DESARRAIGABLE


"Había una vez un monje decidido a aniquilar su ego a fin de destruir en sí mismo todo impulso de vanidad y de amor propio.

Decidió entonces vestirse como un pobre, no hablar nunca de sí mismo, no tener el menor apego a su persona, evitar toda originalidad y no poseer nada que lo distinguiera de los otros.

En todo momento observaba en sí mismo, la aparición del menor signo de vanidad o de soberbia. Se enojaba contra sí mismo cuando sentía orgullo por llevar una ropa limpia; inventaba toda suerte de astucias para despistar todo movimiento de interés hacia su persona y rechazaba rotundamente todo cumplido; se esforzaba por distraerse para no pensar en sí mismo. Casi había logrado eliminar su ego.

Ahora bien, en sus frecuentes examenes de conciencia se sorprendía admirando su pobreza y comparándose con los demás en su despojo. Se encontraba entonces demasiado ATADO a su DESAPEGO y a su apariencia exterior de santidad.

Sus vanos esfuerzos por matar a su ego lo estresaban cada vez más. Su carácter cambiaba: el monje era cada vez más irritable; faltaba muchas veces a la caridad fraterna. Eso lo humillaba enormemente.

Finalmente, agotado, tomó la decisión de actuar como todo el mundo: se vistió convenientemente, comió, acogió los cumplidos, habló de sí mismo como hacían los otros monjes.

En vez de encarnizarse con desarraigar su ego, empezó a amarlo".



Del Libro Autoestima y Cuidado del Alma de Jean Monbourquette.

miércoles, 5 de mayo de 2010

¿QUE ES SER SACERDOTE?



UN TESTIMONIO

"Ante todo, quiero decir que soy sacerdote de buen grado. Siento que las tareas sacerdotales son maravillosas: celebrar la eucaristía, la fiesta de la vida en el bautismo, consolar a los tristes, animar y liberar del pecado a los que se sienten culpables, acompañar el camino espiritual de los hombres, anunciar la palabra de Dios y llevarla a la vida concreta. Sin embargo, ser sacerdote significa para mí mucho más que realizar estas tareas. Por una parte, ser sacerdote es mi modo de ser hombre. He sido tocado por Dios, señalada, hablado directamente y enviado a los hombres. Tengo una vocación para los demás, una misión que Dios me ha confiado para el bien de los hombres. Por otra parte, he sido ordenado sacerdote; bendecido por Dios, sacado por El de la exterioridad de este mundo y ofrecido a la casa de Dios, para que yo mismo sea salvado y haga participar a los hombres de la santidad que salva su alma.

Es verdad que a veces me resulta doloroso y difícil estar soltero, pero puedo decir que soy feliz con mi celibato sacerdotal. El celibato me desafía a diario a continuar mi camino espiritual, a confiarme por entero a Dios y a experimentar que El es mi hogar verdadero. Mi celibato me mantiene disponible para los demás. Aunque puedo imaginarme sin dificultad que en el futuro habrá sacerdotes casados y sacerdotisas, logro aceptar agradecido mi celibato como una posibilidad para mi búsqueda espiritual.

Cuando me preguntan por lo específico del sacerdocio ministerial con respecto al sacerdocio común de los creyentes, siento que esta cuestión no me interesa en absoluto. No quiero ser definido en contra de nadie, sino partiendo del misterio del ser sacerdote, tal como se me muestra en el misterio de Cristo, el verdadero Sacerdote. Ser sacerdote supone para mí configurarme con Cristo cada vez más, que se entregó por nosotros, que sanó, animó, consoló, motivó y se hizo visible a los hombres. Jesucristo es el sacerdote que nos lleva a Dios. Lo más fascinante y plenificante de mi labor sacerdotal consiste en participar de la tarea de abrir a los hombres los ojos hacia Dios, hacer que El toque su corazón y que experimenten su cercanía amorosa y salvífica". Anselm Grün.

martes, 4 de mayo de 2010

SALMO 50

Misericordia, Dios mío

3Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
4lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
5Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
6contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
7Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.
8Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
9Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.
10Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
11Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.
12Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
13no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
14Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
15enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.
16Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
17Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
18Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
19Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.
20Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
21entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. Hemos escuchado el Miserere, una de las oraciones más célebres del Salterio, el más intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La Liturgia de las Horas nos lo hace repetir en las Laudes de cada viernes. Desde hace muchos siglos sube al cielo desde innumerables corazones de fieles judíos y cristianos como un suspiro de arrepentimiento y de esperanza dirigido a Dios misericordioso.
La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del profeta Natán (cf. Sal 50,1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías. Sin embargo, el salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del «corazón nuevo» y del «Espíritu» de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50,12; Jr 31,31-34; Ez 11,19; 36,24-28).

2. Son dos los horizontes que traza el salmo 50. Está, ante todo, la región tenebrosa del pecado (cf. vv. 3-11), en donde está situado el hombre desde el inicio de su existencia: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (v. 7). Aunque esta declaración no se puede tomar como una formulación explícita de la doctrina del pecado original tal como ha sido delineada por la teología cristiana, no cabe duda que corresponde bien a ella, pues expresa la dimensión profunda de la debilidad moral innata del hombre. El salmo, en esta primera parte, aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.

3. El primer vocablo, hattá, significa literalmente «no dar en el blanco»: el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo.
El segundo término hebreo es 'awôn, que remite a la imagen de «torcer», «doblar». Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías: «¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!» (Is 5,20). Precisamente por este motivo, en la Biblia la conversión se indica como un «regreso» (en hebreo shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo.
La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.

4. Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un «corazón» nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.
Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo: «Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de sí mismo: "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos". Él era el médico por excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad» (Homilías sobre los Salmos, Florencia 1991, pp. 247-249).

5. La riqueza del salmo 50 merecería una exégesis esmerada de todas sus partes. Es lo que haremos cuando volverá a aparecer en los diversos viernes de las Laudes. La mirada de conjunto, que ahora hemos dirigido a esta gran súplica bíblica, nos revela ya algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre, marcada negativamente a nivel moral y teologal: «Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces» (v. 6).
Luego se aprecia en el salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión: el pecador, sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v. 13).
Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que «borra, lava y limpia» al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). «Aunque nuestros pecados -afirmaba santa Faustina Kowalska- fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que el pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia acaba».