Escrito por Hno. Heraldo del Santo Abandono
Queridos hermanos, quería comentarles algo sobre el sufrimiento,
lo que he meditado sobre él en los períodos en que se me hizo compañero de
viaje.
He tratado de ver en qué consiste, cuál es su característica
esencial y me pareció ver que el sufrimiento no es sentir angustia, dolor,
ansiedad, tristeza, tedio de la vida, desgana, pereza de vivir. No, todo eso
puede surgir por diversas circunstancias de nuestra vida social, por diversos
acontecimientos, por nuestra misma constitución orgánica y nuestra propia
psicología, puede surgir por causas conocidas o desconocidas, voluntarias o
involuntarias, causas algunas que tienen solución y otras que no, o que la
tienen muy difícil.
Creo que podemos “padecer” todas esas cosas y sin embargo no
sufrir. Porque creo que el sufrimiento es otra cosa. Creo que el
sufrimiento lo generamos nosotros, fuera existe el dolor, el padecer, pero el
sufrir está en nosotros, el origen del sufrimiento es una “disconformidad“.
Es resistir lo real, rebelarse contra lo que acontece una vez
acontecido, es rechazar lo que está y desear ardientemente lo que no está.
Es un producto de nuestros deseos, cuando le damos
preeminencia sobre lo real, cuando ellos no se “conforman“, no se
adaptan con lo real.
El sufrimiento es una atención a un deseo insatisfecho,
por eso la raíz del sufrimiento está en el deseo, pero tiene además un
componente cognitivo, perceptual, dirigir nuestra atención a lo que no es,
poner nuestros ojos en lo que hubiéramos querido que fuera pero que no es, dar
nacimiento a una ilusión.
Si el sufrimiento es una disconformidad, la paz está en la
conformidad, “conformarse” a lo real, a lo que acontece, a lo que tenemos.
Esto no implica no buscar aquellas buenas cosas que
legítimamente podemos desear, no trabajar por nuestro progreso en las distintas
dimensiones de nuestra vida, no luchar por la justicia, caer en un fatalismo
resignado, en una perezosa pasividad.
Por el contrario, significa poner de nuestra parte todo nuestro
empeño en busca de lo mejor, tanto empeño como si todo dependiera de nosotros y
nada más que nosotros, pero esperar y aceptar el resultado como si todo
dependiera de Dios. Esta actitud es la que nos traerá la paz.
Lograr esta conformación con lo real, lograr no resistir lo
que es y no ansiar vehementemente lo que no es, creo que sólo ocurrirá si
ponemos nuestro deseo en lo único que nos sacia completamente y en lo único que
tenemos con absoluta certeza, Dios, el Dios que nos ama incondicionalmente.
Toda criatura, entendiendo por ello toda cosa, persona o
circunstancia, no nos sacia por completo, y en cualquier momento podemos
carecer de ella. Dios es la única realidad que nos sacia completamente. Nuestro
corazón, por Él creado ha sido por El diseñado para descansar en Él, “Nos
hiciste Señor para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en
Ti” decía San Agustín.
Dios es además, lo único que tenemos siempre, Dios nos está
amando permanentemente, incluso cuando pecamos él nos sigue amando, Él no puede
no amar.
No se trata de querer lograr una aceptación resignada, fría,
dura y voluntarista de lo que sucede, de lo que es, no se trata de una actitud
estoica, sino de saber por la Fe,
o sea creer, que lo que sucede, lo que es, aunque sea doloroso, es el “lugar”
y el “momento” donde puedo unirme con Dios, es la ventana a través de la
cual me conecto con el Eterno, es la única oportunidad que tengo de conformar
mi voluntad con la de Dios, el llamado por algunos “sacramento” del momento
presente.
Practicar la aceptación amorosa de lo real (repito, una vez que
hayamos hecho todo lo que podamos para que suceda lo que honestamente creemos
es lo mejor para nosotros y lo que nos rodea), decía que practicar esta
aceptación es un acto tremendamente liberador.
Lo que nos esclaviza no es sujetarnos a lo que es, sino al
contrario apegarnos a nuestros deseos que no son. Esclavo se es de las
ilusiones.
Y la posibilidad de hacer esta aceptación amorosa es el saber
por la Fe, o sea
creer, que nada se le escapa a la amorosa Providencia de Dios. Este tema es muy
delicado y ríos de tinta se han vertido tratando de relacionar la Providencia de Dios
con el hecho de la existencia del mal, del dolor, en sus varias
manifestaciones.
La reflexiones de la mente en algunos momentos me ayudaron, pero
cuando el aguijón del dolor penetró en lo más profundo de mi corazón, ningún
argumento racional me dio paz, sino sólo una actitud, creer firmemente que ese
dolor de algún misterioso modo, desconocido por mi razón, contribuía a mi
perfección, a mi liberación, en definitiva a mi salvación, la que siempre Dios
me está ofertando en Jesús.
No sé por qué tal dolor, no sé por qué ese y no otro, no sé si
era la única opción posible o no para mí, no sé si es ocasionado sobre todo por
mí mismo, mis acciones, o por la conjunción de innumerables variables
genéticas, sociales, históricas, económicas o por disposición divina.
No lo sé, pero sí sé una cosa: que Dios es infinitamente Bueno,
infinitamente Sabio e infinitamente Poderoso, y que ni un cabello cae de
nuestra cabeza sin su consentimiento como dice Jesús en el Evangelio, por lo
tanto, en esta situación, más allá de si sea ella buscada, querida o solamente
permitida por Dios (nada sucede sin su permiso) no me pongo a indagar tanto en
ello, sé por la Fe,
o sea creo, que su Bondad, Sabiduría y Poder infinitos, respectivamente Desea,
Sabe y Puede sacar de cada situación, hacer surgir de ella y a través de ella
mi bien principal, es decir la redención, la salvación.
Sabiendo esto, creyendo esto, trato de abandonarme a su
voluntad. Cada vez que ocurrió de las veces que lo intenté, la paz llegó a mi
corazón y allí se alojó. La paz es el fruto del Santo Abandono.
"¡Padre mío, que se haga tu Voluntad y no la mía!"