La enseñanza de un Gran Maestro de oración de la filocalia (amor por lo bello)
• Por tu parte, como te digo, siéntate, recoge tu espíritu e
introdúcele –me refiero a tu espíritu – en tus narices; es el camino que
toma el soplo para ir al corazón. Empújalo, fuérzalo a descender en tu
corazón al mismo tiempo que el aire inspirado. Cuando esté allí, verás
la alegría que seguirá: no tendrás que lamentar nada. Del mismo modo
que el hombre que vuelve a su casa después de una ausencia no puede
contener la alegría de reencontrar a su mujer y sus hijos, así el
espíritu, cuando se ha unido al alma, desborda con una alegría y una
delicia inefables.
Hermano mío, acostumbra entonces a tu espíritu a
no apresurarse a salir. En los comienzos le faltará celo, es lo menos
que se puede decir, para esta reclusión y este encierro interiores. Pero
una vez que haya contraído el hábito, no experimentará ya ningún placer
en los circuitos exteriores.
• Agradece a Dios si desde el principio puedes penetrar con el espíritu en el lugar del corazón que te he mostrado.
• Comprende que, mientras tu espíritu se encuentre allí no debes callarte ni permanecer ocioso.
• Agradece a Dios si desde el principio puedes penetrar con el espíritu en el lugar del corazón que te he mostrado.
• Comprende que, mientras tu espíritu se encuentre allí no debes callarte ni permanecer ocioso.
Pero, no debes tener otra preocupación ni meditación que el grito de:
«¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, tened piedad de mí!». Ninguna tregua, a
ningún precio. Esta práctica, manteniendo tu espíritu al abrigo de las
divagaciones, lo vuelve inexpugnable e inaccesible a las sugestiones del
enemigo, y, cada día, lo eleva mas en el amor y en el deseo de Dios.
Pero si, hermano mío, a pesar de todos tus esfuerzos, no llegas a
penetrar en las partes del corazón conforme a mis indicaciones, haz como
te digo y, con la ayuda de Dios, alcanzarás tu objetivo. Sabes que la
razón del hombre tiene su asiento en el pecho. En efecto, es en nuestro
pecho donde hablamos, decidimos, componemos nuestros salmos y nuestras
oraciones mientras nuestros labios permanecen mudos. Después de haber
arrojado de esta razón todo pensamiento (tu puedes hacerlo, solo
necesitas desearlo) entrégale el «¡Señor Jesucristo, tened piedad de
mí!» y dedícate a gritar interiormente, con exclusión de cualquier otro
pensamiento, esas palabras.
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