Mc 6, 30-34
30 | Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado. |
31 | El, entonces, les dice: «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco.» Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer. |
32 | Y se fueron en la barca, aparte, a un lugar solitario. |
33 | Pero les vieron marcharse y muchos cayeron en cuenta; y fueron allá corriendo, a pie, de todas las ciudades y llegaron antes que ellos. |
34 | Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas. |
El evangelista narra el regreso de los apóstoles y la acogida por
parte de Jesús. A ello une la búsqueda de la gente, que despierta un
sentimiento de profunda compasión en el Maestro de Nazaret.
La persona sabia compagina el descanso con la entrega a los demás.
Más aún, sabe que no solo no hay oposición entre ambas dimensiones de
la persona, sino que se reclaman mutuamente. Sin estar interiormente
pacificado ("descansado"), es muy difícil aportar paz a los otros; pero
un descanso que no desembocara en la entrega sería sospechoso de
narcisismo.
El auténtico descanso implica vivir en conexión con lo que realmente somos,
experimentando que nuestra verdadera identidad es Descanso y Quietud.
Pero la conexión con lo que somos no nos adormece ni nos aísla –mal
puede sentirse aislado quien se halla en conexión con aquella identidad
que compartimos con todos los seres-, sino que –como ha escrito Rafa
Redondo- "lejos de aislarnos, pulveriza, vacía, nuestro narcisismo y
nos hace cada vez más disponibles ante el dolor de todo ser viviente
sin distinción".
Eso es justamente lo que apreciamos en Jesús: porque era un hombre de silencio profundo era también entrañablemente compasivo.
En una sociedad agitada como la nuestra, en la que parece imponerse
la velocidad y la saturación, necesitamos más que nunca del silencio y
del descanso.
La prisa fomenta la ansiedad y nos aleja del presente, es decir, nos impide vivir plenamente. La saturación
nos mantiene en la superficialidad y en un consumo voraz –de objetos y
de información-, que nos deja cada vez más insatisfechos.
El descanso –el silencio- nos aquieta y nos permite saborear la vida;
relativiza aquello que nos agobiaba y nos conecta con nuestra verdadera
identidad; nos permite "bajar" del oleaje de la superficie a la quietud
profunda; nos posibilita vivenciar la distancia que hay entre "lo que
ocurre" y "la consciencia de lo que ocurre". El silencio, en fin, nos
conduce a "casa" y, en ella, nos hace conectar con el anhelo que somos.
De ese modo, nos transforma.
La práctica meditativa es el modo de introducirnos en el silencio. Quizás se pueda empezar por lo más simple: atender a la propia respiración. Porque el silencio requiere educar la atención; de otro modo, la mente dirigirá nuestra vida y seguiremos siendo marionetas en sus manos.
Al atender la respiración, en un tiempo que nos regalemos para ello,
educamos la atención, hacemos que la mente se ponga a nuestro servicio.
Pero hay más: al acoger el movimiento respiratorio –inhalación y
exhalación-, empezamos a sintonizar conscientemente con la corriente
misma de la vida que es recibir y entregar, acogida y donación. Al estar
en "casa" comulgamos con el dinamismo de lo que es.
Enrique Martínez Lozano
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