Cuando entramos como
cristianos en silencio profundo y dejamos a un lado nuestros pensamientos, como
lo señala Evagrio (Padre del Desierto), y hemos ido más allá de la imaginación
y su accionar ¿dónde estamos?. Pareciera que el único lugar que pudiéramos
habitar es nuestro espíritu y ya que Cristo mora en el centro de nuestro
espíritu, nosotros como bautizados, podemos estar más cerca de experimentarlo,
aún sin intentarlo explícitamente. Si nosotros continuamos practicando nuestro
silencio interior sobre una base regular, algo de la irradiación de su
presencia comenzará a brillar en nosotros. Con la práctica de esta disciplina
se irán removiendo los obstáculos del ego (sí mismo) e iremos penetrando las
distintas capas de nuestra psiquis hasta llegar al centro de nuestro ser y en
este punto queda todavía otro centro al que podemos acceder. Dicho centro es la
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo que habita en el centro más íntimo de
nuestro ser.
Estar en este centro es vida eterna. Permanecer en este centro, en
medio de la actividad, es lo que Cristo llama el Reino de Dios.
Con frecuencia el
cristiano sitúa a Dios fuera de sí mismo con lo cual se establece un
distanciamiento que no pocas veces lo lleva a la confrontación con “ese Dios” que
se vislumbra o experimenta como un Juez, una Autoridad que observa, un ser
lejano, distante y hasta “indiferente”. Este es el error más común y más grave
que puede llevar incluso al ser humano a perder la fe, la esperanza y el
amor. A Dios debemos ubicarlo siempre
DENTRO DE NOSOTROS MISMOS, jamás fuera de nosotros! Pero para ello debemos
acallar nuestros pensamientos y retirarnos del bullicio cotidiano:
“Pero tú, cuando ores,
entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está
en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”. Mt 6,6.
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