martes, 2 de marzo de 2021

QUIEN SE CONOCE A SÍ MISMO, CONOCE A SU SEÑOR - Fernando Mora

Muchos son los que critican a Dios sin saber de qué hablan, pero también son muchos los que le alaban sin conocer qué están defendiendo o adorando. Tanto en uno como otro caso, Dios siempre está más allá de nuestras posibilidades de conocimiento. Si las críticas hacia Dios son superficiales, no lo son menos los argumentos que suelen esgrimirse en su defensa. También hay muchos a quienes repugna intelectualmente la mera mención de la palabra «Dios». Sin embargo, Dios no es una cuestión terminológica, ni una realidad que abarque el lenguaje. Bien, podríamos prescindir de la palabra Dios, puesto que Él también dijo que no se le nombrase en vano.

Dios puede estar detrás de la negación sistemática de unos y de la aceptación ciega de otros. Muchos pueden opinar que Él existe o que no existe, pero pocos parecen saber que Dios —en tanto que Fuente del ser— está más allá de existencia y de no-existencia. También suelen aplicársele nociones espaciales harto extrañas, como que Dios está dentro, fuera o arriba, en el reino de los cielos.

Pero Él no es un ente, ni siquiera un «Ens Supremum», un fenómeno extraordinario ubicado en la cúspide de la existencia, sino que es la esencia de todos los entes y de todos los fenómenos o, dicho de otro modo, si los entes parecemos disfrutar de una mínima apariencia de existencia, es debido al ser de Dios. Dios no existe como un objeto material, emocional, mental y ni siquiera espiritual, es decir, como un trozo de madera, un libro, una estructura filosófica sofisticada o un blanco ideal donde proyectar nuestros deseos y temores más profundos. Por eso, es posible afirmar que no existe porque sólo los objetos pueden existir y Dios no es un objeto. De hecho, ni siquiera puede ser convertido en un objeto de culto. Todo lo que podemos adorar son sus intermediarios, sus nombres, sus cualidades, pero nunca su mismo ser inefable e incognoscible. El ser de Dios está más allá de la adoración y la relación. Es absolutamente trascendente. 

Sólo Dios tiene derecho a ser llamado de ese modo. La divinidad es única. La divinidad está más allá de unidad y dualidad. El monoteísmo dice tan sólo que Dios existe, mientras que el teomonismo declara que sólo Dios existe. 

Entonces, no sólo afirmamos que Dios está más allá de existencia y de inexistencia, sino que es el único ser. Sin embargo, paradójicamente, el ser único de Dios no anula a la pluralidad de los existentes. Dios dona su ser a todo cuanto existe. Por eso, sostienen sabios como Ibn ʿArabī que, para que podamos existir, nuestra nada tiene que pasar a través de Dios. En ese sentido, también señala que nosotros somos «la nada de la nada».

Sólo la lejanía relativa de Dios hace posible nuestra existencia aparente porque, en su presencia, cualquier otra presencia se desvanece. La proximidad de Dios aniquila, mientras que su separación permite la existencia de nuestros pequeños yoes separados. 

Gloria, pues, a la separación que hace posible el retorno infinito de la unión sin principio ni fin. 

Por un lado, trata de mostrársenos pero, por el otro, debe ocultarse de nosotros eternamente. Si Dios se mostrase tal cual es, todos los universos se desintegrarían en un instante. Inevitablemente y a la postre todos los universos se desintegrarán y sólo quedará Su Faz tal cual es.

Cuando Dios está presente, el yo está necesariamente ausente.  Él —que carece absolutamente de yo— es el único que merece llevar por derecho propio ese pronombre.

Dios no puede ser probado por nadie salvo por Él mismo. Él no necesita que le defiendan. Sólo Dios puede dar testimonio de sí mismo, cualquier otro testimonio sólo es testimonio de nuestra propia existencia. El testimonio que Dios da de sí mismo es inequívoco, concluyente, arrebatador. 

Dios puede mostrarse como quiera, asumiendo cualquier forma o ninguna. Por eso, apegarse a una sola manifestación divina conduce a una peligrosa e insana idolatría. Cada ente, cada cosa, es un signo exclusivo de Dios, pero Dios no está en ningún lugar ni en cosa alguna. Él está, más bien, en el no-dónde, en la no-cosa, en el no-estar... Y ni siquiera eso...

Los signos de Dios son ilimitados. Dado que no puede mostrarse directamente, se muestra a través de sus teofanías. Entre los signos más poderosos, el amor en cualquiera de sus manifestaciones es el paradigma. No tiene comparación, pero lo que más se le parece es el Amor, que no conoce contrario. 

La religión de Dios es la misma y distinta de todas las demás religiones. Esa religión es el estado natural —la Alianza Eterna, la Chispa de Divinidad, la Perla Inmarcesible— que Dios pone en cada ser humano y que, posteriormente, es reprimido y limitado por las diversas confesiones particulares. Sin embargo, ninguna práctica religiosa puede alterar esa disposición natural, ese vínculo indestructible. Cualquier práctica espiritual —si se permite esa contradicción en los términos— que implique esfuerzo sólo consigue aumentar la musculatura de nuestro ego, al igual que todo ejercicio deliberado de la virtud.

Procedemos del Absoluto a través de Dios. Nos movemos en Él, nos dirigimos a Él. Venimos de Dios, volvemos a Dios, somos de Dios: «Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor».
 

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