Como hemos venido diciendo a lo largo de todo el desarrollo de este tema, el miedo es hoy por hoy, una experiencia básica de la persona. Son muchos los miedos que nos oprimen: miedo al futuro, miedo a la guerra o a la destrucción (terrorismo, persecución), miedo a la desocupación, miedo a fracasar, miedo a la enfermedad, miedo a la falta de sentido de la existencia, miedo a enfrentar conflictos, miedo a que no me amen (miedo a los demás) etc. etc. etc.
En la existencia de la persona está implícito un miedo básico que ni la psicología puede resolver. Es el miedo que está dado por la finitud, el miedo de no tener derecho a existir, de no poder descansar sobre sí mismo, sino de estar a merced de otros. Ninguna corriente psicológica puede eliminar este miedo básico en la persona, que sólo puede ser superado con una profunda confianza en ese Dios que nos ha regalado la razón de nuestra existencia, que nos ha creado por amor y que nos da la vida por su gracia. ¿Creo en esto? De no ser así ¿quiero intentar crecer espiritualmente? ¿Cómo? ¿Mágicamente? O con la disciplina diaria de la oración?
El psicoanalista Fritz Rimmann describe cuatro formas básicas de miedo humano que sólo pueden ser superados con la fe. El primer miedo es el miedo de la persona histérica. Es el miedo a la fragilidad de la existencia. Esta persona intenta zanjar este miedo sujetándose a muchas cosas, a sus posesiones, a su éxito, pero por sobre todas las cosas, a las personas. Se aferra a las personas de tal forma que espera de ellas la protección absoluta, el apoyo absoluto. Pero de este modo lo único que logra es seguir cayendo en el miedo, porque nota que ninguna persona podrá darle jamás apoyo absoluto. Además es injusto pretender esto. Injusto pretender que los demás estén dispuestos a ese apoyo incondicional. Es injusto y egoísta ya que las demás personas pueden no estar preparadas para tanto que se les exige y también debería tenerse en cuenta que dichas personas a las que tanto se les exige, tienen un sin fin de propios problemas.
Todos compartimos la finitud, todos tenemos nuestras debilidades. Sólo Dios nos puede dar esa protección absoluta. Sólo él nos carga en sus brazos y nos sostiene. De sus brazos protectores y amorosos, jamás nos caeremos. Nos cumple nuestro anhelo de apoyo absoluto. Una persona, tal vez podrá significar para nosotros, un símbolo de esa protección absoluta. Y sólo cuando la veamos como símbolo y mediadora del amor infinito de Dios, podremos regocijarnos con la protección que nos brinda y disfrutar de ella sin miedos y sin apego patológico. Mas no debemos ni idealizarla y mucho menos idolatrarla, sea que se trate de nuestro acompañante espiritual, el cura, un amigo/a, un pariente, un vecino agradable, un compañero de trabajo o de estudio, siempre será un ser humano falible como nosotros.
El segundo miedo es el de la persona obsesiva. Es el miedo de la futilidad (poca importancia) de su existencia. Y entonces se busca superar este miedo pretendiendo demostrarse a sí mismo cuánto vale, trabajando mucho, rindiendo aún más, pero también cumpliendo al pie de la letra todas las obligaciones religiosas. Es el que vive su religiosidad como algo que te obliga a cumplir a rajatabla una serie de normas so pena de ir al fuego eterno. ¡Nada más alejado del Evangelio de Jesucristo! Justo El que se la pasó retando por decirlo finamente, a los fariseos, saduceos, sumos sacerdotes, es decir al poder religioso de su época porque precisamente vivían la religión memorizando y “tratando” de obedecer un conjunto de interminables prescripciones olvidándose de lo más importante que es EL AMOR, que se traduce en el servicio a los demás, más allá del Shabath.
Todos podemos caer en esta tentación de querer demostrarnos a nosotros mismos, a los demás y también a Dios cuánto valemos. Queremos atraer nuestra atención a nosotros de tal modo que nadie nos pase por alto. Queremos cumplir nuestro deber ante Dios a conciencia y de tal modo que no le quede otra cosa más que recompensarnos. Pero aún sintiendo la mayor ambición, no somos capaces de superar ese miedo ante nuestra futilidad (nuestra condición de tener poca importancia). “No somos importantes”. No tenemos por qué serlo. Por lo menos no más de la cuenta y de lo que a cada uno le toca. Así se trate del mismo Presidente de la Nación o del Papa, somos fútiles.
A menudo nos preocupa que nuestra acción no atraiga al otro hacia nosotros. Y notamos que jamás llegamos a cumplir nuestra exigencia de ser siempre perfectos y mejores que los demás. De este modo vivimos tensionados, esforzándonos al máximo y sometidos bajo constante presión. ¿Han visto cómo la gente en los empleos, en las distintas profesiones y hasta en los hogares se llegan a devorar entre ellos compitiendo? Esto es muy lamentable. Madres que compiten con las hijas.
Hombres y mujeres que se mandan varias canitas al aire en el matrimonio porque necesitan demostrarse que aún pueden. ¿Pueden qué? ¿Seducir? ¿Conquistar trofeos? ¿Qué es eso? En ese tipo de conductas se puede observar quién ha puesto en Quién su razón de vivir. El miedo allí aparece enmascarado.
Sólo con la fe podremos superar este miedo a la propia futilidad pues en la fe nos damos cuenta de que somos valiosos ante Dios sin necesidad de hacer cosas especiales, pues sencillamente somos valiosos por nuestro ser y tan valiosos que Cristo vivió, enseñó, murió y resucitó por nosotros, con lo cual tenemos que entender que Dios se preocupa de nosotros y que hasta tiene su morada en nosotros.
Continuamos en la próxima entrada.
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