La
mayoría de las grandes religiones han buscado modos de unión con Dios
por la oración. La Iglesia Católica «no rechaza nada de lo que es
verdadero y santo en esas religiones» (Vaticano II. Declaración sobre
las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, n.s 2).
Al contrario, recoge de ellas todo lo que es legítimo; como la necesidad
de un maestro experto en la vida de oración; la división platónica de
la vida espiritual en tres etapas: purgativa, iluminativa y unitiva; la
necesaria preparación ascética o purificación para poder llegar al «los
limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8); el control de las pasiones en
una «Apatheia» de auténtica libertad espiritual, la «indiferencia
ignaciana» (Ejercicios 23), que no es una negación estoica. La condición
para conseguirla es una «mortificación» paulina (Col. 3,5; Rom. 6,11) o
negación del yo egoísta.
Ese «vaciarse», enseñado por otros maestros no cristianos, hay que
interpretarlo correctamente, llenando ese vacío con la riqueza de Dios.
No es un vacío ontológico, sino de todo lo que es egoísmo. San Agustín
que recomienda abandonar el mundo exterior y re-entrar en uno mismo
buscando a Dios, afirma también el peligro que existe en permanecer sólo
dentro de sí. Hay que trascenderse para encontrar a Dios en nosotros.
Es en Cristo, en quien participamos de la vida interior de Dios (Juan
14,9). Ver a Dios es posible por gracia de fe. Es una iluminación y
unción en el Espíritu recibidas en el bautismo. A través de los
sacramentos, especialmente la Eucaristía, se nos da la unión mística de
Dios. Y en ese misticismo hay que distinguir entre los frutos del
Espíritu Santo y los carismas personales más flexibles y particulares.La
experiencia enseña que la postura corporal influye en el espíritu. Pero
de ahí no se concluye la oportunidad de presentar esos «métodos
orientales» a los que no están preparados para recibirlos bien. El
«simbolismo psico-físico», valorado en la meditación oriental cristiana,
la recitación rítmica y pausada de la «oración de Jesús», pueden ayudar
a muchos, pero no a todos. Una supervaloración de dichos métodos podría
derivar en un culto al cuerpo. Algunos de esos ejercicios físicos
producen un sentimiento de paz y relajación, luz y calor, un bienestar
que no puede ser equiparado a las auténticas consolaciones del Espíritu
Santo. Sin negar que esas genuinas prácticas orientales de meditación
pueden producir una paz interior en medio del ajetreo del mundo actual,
no hay que olvidar que la habitual unión con Dios, la «auténtica
oración», no se interrumpe cuando uno se dedica a la acción en favor del
prójimo cumpliendo la voluntad de Dios (1 Cor, 10, 31). Precisamente
así se colabora en la misión de la Iglesia. Cada uno debe buscar su
camino de orar, pero todos estos caminos aun a través «de la noche
oscura», desembocan en Jesucristo, Camino hacia el Padre. El amor de
Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad que no
se puede «dominar» por ningún método o técnica. Con los ojos fijos en
Cristo, amor de Dios hasta la cruz, debemos permitir a Dios que decida
el camino por el que desea participemos de su amor. Pero nunca podemos
poner nuestro yo al mismo nivel de Dios, como objeto de contemplación.
Cuando una criatura se acerca más a Dios, más crece en ella la
reverencia hacia la santidad de Dios. Por eso escribió San Agustín en
diálogo con Dios: «Tú puedes llamarme amigo y yo me reconozco como un
siervo». Y María exclamó: «El ha mirado la humildad de su esclava».(Le.
1,48).
JUAN CATRET, S. I. Revista Manresa Nº 65, 1993
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