Con anterioridad al Concilio Vaticano II hemos sido víctimas de un sistema de creencias muy nocivo dentro de la Iglesia. Se nos ha infundido una imagen de un Dios tirano, un juez implacable, un policía que siempre nos vigila. La herejía hansenista que considera a la naturaleza humana desesperadamente corrompida ha llevado, dentro de la iglesia, a penitencias extremas en un contexto patológico de sentimientos de culpa, autodestrucción y miedo.
Debemos reconocer esas actitudes infantiles que tenemos
hacia Dios y ponerlas a un lado.
Al practicar la oración contemplativa,
entramos en conexión con la vida divina dentro de nosotros. La repetición de la
palabra sagrada es un gesto de consentimiento a la presencia y a la acción de
Dios en nosotros. La amistad con Cristo ha llegado al compromiso, cuando
decidimos establecer un programa de oración para la vida diaria destinado a
acercarnos más a Cristo y a profundizar en la vida de amor trinitaria. Nos
estamos identificando con el misterio pascual (vida, pasión, muerte y
resurrección de Cristo) no como algo exterior a nosotros, sino como algo
interior. Identificándonos con el crucificado que soportó todas las
consecuencias de nuestra alienación personal de Dios, somos curados de nuestras
heridas emocionales y de las heridas que hemos infligido en nuestra conciencia.
El faso yo cae, dándonos la libertad constante de los hijos de Dios. En virtud
de la muerte sacrificial y la resurrección de Cristo, participamos por la
gracia, en la divinidad de Cristo.
Uno de los legados permanentes del Concilio Vaticano II
fue el llamamiento a volver a los Evangelios y a la teología bíblica como
fuentes primarias de la espiritualidad cristiana. La Palabra de Dios en la Escritura y encarnada en
Jesucristo es la fuente de la contemplación cristiana. San Gregorio Magno
sintetizó esta tradición diciendo: “la contemplación es el conocimiento de Dios
que está impregnado de amor”.
La práctica de la oración contemplativa no es un esfuerzo
por dejar la mente en blanco, sino por ir más allá del pensamiento discursivo,
de las imágenes y de la oración afectiva, hasta el nivel de la comunión con
Dios, que es una forma de intercambio más íntima. La meta de la oración
contemplativa no es tanto el vacío de pensamientos sino el vaciamiento del
falso yo. Se trata de dejar de adherirnos a nuestra propia actividad. Nuestras
reflexiones y actos de voluntad son condiciones preliminares necesarias para
familiarizarnos con Cristo, pero tenemos que superarlas si queremos compartir
la oración más personal de Cristo al Padre, que se caracteriza por el
autovaciamiento total o kenosis tal como se describe en Filipenses 2, 5-10.
La oración contemplativa es entonces la apertura de la mente y el corazón –todo nuestro ser- a Dios más allá de pensamientos, palabras y emociones. Movidos por la gracia de Dios que nos sostiene, abrimos nuestra conciencia a Dios que, como sabemos por la fe, está dentro de nosotros, más íntimo que la respiración, más íntimo que el pensamiento, más íntimo que las elecciones, más íntimo que la propia conciencia. La oración contemplativa es un proceso de transformación interior, una relación iniciada por Dios, y que conduce, si consentimos en ello, a la divina unión.
… continuará en otros posts.
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