Podemos empezar,
por ejemplo, por considerar lo que ha supuesto el cristianismo en
la historia de la humanidad. Piensa cómo, en los primeros siglos,
la fe cristiana se abrió camino en el Imperio Romano de una
forma prodigiosa...
—Es algo
muy estudiado. Estuvo facilitado por la unidad política y lingüística
del Imperio, por la facilidad de comunicaciones en el mundo mediterráneo,
etc.
Todo eso es cierto.
Pero piensa también que, pese a que esas condiciones eran favorables,
el cristianismo recibió un tratamiento tremendamente hostil.
Hubo una represión brutal, con unas persecuciones enormemente
sangrientas, con todo el peso de la autoridad imperial en su contra
durante más de dos siglos.
Hay que recordar
que la religión entonces predominante era una amalgama de cultos
idolátricos enormemente indulgentes con las más degradantes
debilidades humanas. Tan bajo había caído el culto,
que la fornicación se practicaba en los templos como rito religioso.
El sentido de la dignidad del ser humano brillaba por su ausencia,
y las dos terceras partes del imperio estaban formadas por esclavos
privados de todo derecho. Los padres tenían derecho a disponer
de la vida de sus hijos (y de los esclavos, por supuesto), y las mujeres,
en general, eran siervas de los hombres o simples instrumentos de
placer.
Tal era el mundo
que debían transformar. Un mundo cuyos dominadores no tenían
ningún interés en que cambiara. Y la fe cristiana se
abrió paso sin armas, sin fuerza, sin violencia de ninguna
clase. Predicando una conversión muy profunda, unas verdades
muy duras de aceptar para aquellas gentes, un cambio interior y un
esfuerzo moral que jamás ninguna religión había
exigido.
Y pese a esas
objetivas dificultades, los cristianos eran cada vez más. Cristianos
de toda edad, sexo y condición: ancianos, jóvenes, niños,
ricos y pobres, sabios e ignorantes, grandes señores y personas
sencillas..., y, tantas veces, perdiendo sus haciendas, acabando sus
vidas en medio de los más crueles tormentos.
Conseguir que
la religión cristiana arraigase, que se extendiese y se perpetuara,
a pesar de todos los esfuerzos en contra de los dominadores de la
tierra de aquel entonces; a pesar del continuo ataque de los grandes
poseedores de la ciencia y de la cultura al servicio del Imperio;
a pesar de los halagos de la vida fácil e inmoral a la que
llevaba el paganismo romano...; haber conseguido la conversión
de aquel enorme y poderoso imperio, y cambiar la faz de la tierra
de esa manera, y todo a partir de doce predicadores pobres e ignorantes,
faltos de elocuencia y de cualquier prestigio social, enviados por
otro hombre que había sido condenado a morir en una cruz, que
era la muerte más afrentosa de aquellos tiempos... Para el
que no crea en los milagros de los Evangelios, me pregunto si no sería
este milagro suficiente.
Afonso Aguiló
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