Mc 1, 1-8
«Comienza la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo de Dios».
Este es el inicio solemne y gozoso del evangelio de Marcos. Pero, a
continuación, de manera abrupta y sin advertencia alguna, comienza a
hablar de la urgente conversión que necesita vivir todo el pueblo para
acoger a su Mesías y Señor.
En el desierto aparece un profeta diferente. Viene a «preparar el camino del Señor».
Este es su gran servicio a Jesús. Su llamada no se dirige solo a la
conciencia individual de cada uno. Lo que busca Juan va más allá de la
conversión moral de cada persona. Se trata de «preparar el camino del
Señor», un camino concreto y bien definido, el camino que va a seguir
Jesús defraudando las expectativas convencionales de muchos.
La reacción del pueblo es conmovedora. Según el evangelista, dejan
Judea y Jerusalén y marchan al «desierto» para escuchar la voz que los
llama. El desierto les recuerda su antigua fidelidad a Dios, su amigo y
aliado, pero, sobre todo, es el mejor lugar para escuchar la llamada a
la conversión.
Allí el pueblo toma conciencia de la situación en que viven;
experimentan la necesidad de cambiar; reconocen sus pecados sin echarse
las culpas unos a otros; sienten necesidad de salvación. Según Marcos, «confesaban sus pecados» y Juan «los bautizaba».
La conversión que necesita nuestro modo de vivir el cristianismo no
se puede improvisar. Requiere un tiempo largo de recogimiento y trabajo
interior. Pasarán años hasta que hagamos más verdad en la Iglesia y
reconozcamos la conversión que necesitamos para acoger más fielmente a
Jesucristo en el centro de nuestro cristianismo.
Esta puede ser hoy nuestra tentación. No ir al «desierto».
Eludir la
necesidad de conversión. No escuchar ninguna voz que nos invite a
cambiar. Distraernos con cualquier cosa, para olvidar nuestros miedos y
disimular nuestra falta de coraje para acoger la verdad de Jesucristo.
La imagen del pueblo judío «confesando sus pecados» es admirable. ¿No
necesitamos los cristianos de hoy hacer un examen de conciencia
colectivo, a todos los niveles, para reconocer nuestros errores y
pecados? Sin este reconocimiento, ¿es posible «preparar el camino del
Señor»?
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