“[…]
Nos vemos obligados a decir algo sobre la oración permanente, porque
tal estado de unión a Dios es uno de los frutos de la oración
prolongada, que habitúa el alma a la continua presencia de Dios.
Realmente no se trata de hacer esfuerzos desordenados para pensar de
continuo en Dios, sino que se trata de un estado tranquilo que permite,
dentro de la acción, sentirnos espontáneamente inclinados a un
comportamiento en consonancia con el evangelio. Es una especie de
presencia de la caridad, con todas las actitudes espirituales
beatificadas por Cristo en el sermón de la montaña.
La imagen de Cristo se halla suficientemente grabada en nosotros para
hacernos obrar constantemente de una manera conforme a su espíritu. He
aquí una comparación. Cuando alguien nos pregunta nuestro nombre,
nosotros lo sabemos sin género de duda; nuestro nombre, está vinculado
en cierto modo a la conciencia de nuestra personalidad. Y, sin embargo,
no pensamos de continuo en nuestro nombre. Que, no obstante, es una
realidad evidente y permanente en nosotros; se identifica con nosotros
mismos.
Pues bien, otro tanto ocurre con nuestro nombre divino, que es nuestra
posesión por Jesucristo. Nuestas relaciones con él pueden llegar a ser
algo consciente y permanentemente sentido, como una parte de nosotros
mismos. Esto nos es connatural, está inscrito en nosotros. De tal
suerte, que cuando pensamos en ello tenemos la impresión de no haber
perdido nunca de vista la mirada de Dios, de no haber salido jamás de su
presencia. El único cambio que se produce en la oración consiste en que
entonces pensemos en ello, mientras no lo haciamos antes; pero nada
importante ha cambiado, pues se trata de un estado permanente.”
(Nota: la presentación en “párrafos” del post, es obra de la fraternidad.)
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