jueves, 17 de mayo de 2018

LA HUMILDAD


Del libro “Una espiritualidad desde abajo” de Anselm Grün

Si deseas conocer a Dios, aprende primero a conocerte a ti mismo nos dirá Evagrio Póntico.
No son precisamente mis virtudes las que más me abren a Dios, sino mis flaquezas, mi incapacidad, incluso mis pecados.
La auténtica oración, dicen los monjes, brota de las profundidades de nuestras miserias y no de las cumbres de nuestras virtudes.
 

Jesús no puso una escala de perfección por la que se sube peldaño tras peldaño hasta llegar a Dios. No, Jesús enseñó un camino de descenso hasta los fondos de la humildad.
Si para ir a Dios, elige usted el camino del heroísmo en la práctica de las virtudes, tiene usted todo el derecho de hacerlo. Pero quisiera prevenirle del peligro de darse contra la pared. Si, por el contrario prefiere usted el camino de la humildad, debe usted ser sincero en su deseo y no tiene por qué tener miedo de enfrentarse con las profundidades de sus miserias.


Pero la humildad no debe entenderse como una virtud que el hombre consigue por el mero hecho de humillarse y hacerse pequeño ante los demás. La palabra humildad deriva del latín “humilitas” y se relaciona con la palabra “humus = tierra”. La humildad es reconciliación con nuestra terrenalidad, con el lastre de lo terrenal, con el mundo de nuestros impulsos, con todo cuanto de negativo existe en nosotros. Humildad es valor para aceptar la propia verdad. Esta es una verdadera espiritualidad desde abajo.

El peligro de una espiritualidad desde arriba consiste en hacerse a la idea de que se puede llegar a Dios por el propio esfuerzo.

Las grandes figuras del Antiguo Testamento han necesitado primero pasar por la humillación ante sus faltas e insuficiencia para aprender de una vez a poner la confianza sólo en Dios y dejarse transformar por él en personas ejemplares, modelos de obediencia y fe. Solamente cuando reconocemos nuestra impotencia, llegamos a tener la experiencia de la gracia.


Pablo acepta sus debilidades y flaquezas pues cuando es conciente de su debilidad se siente más libre de orgullo y de pensar poder llegar a Dios por sus propias fuerzas. Entonces se pone en manos de Dios, seguro de ser sostenido y dirigido por su gracia. “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10).
 

Hay que cavar hondo y mancharse las manos si se quiere descubrir el tesoro bajo la tierra del corazón.
Imposible descubrir el tesoro sin poner los dedos en nuestras heridas. Si logramos reconciliarnos con nuestra cizaña podrá crecer el buen trigo en el campo de nuestra vida.

“Tu caída, dice el profeta (Jer 2,19), se convertirá en tu educador”

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