Cómo trata la teología el tema de la muerte.
Es importante que, como creyentes, adquiramos un conocimiento de lo que dice nuestra fe en cuanto a los estadios por los que pasaremos después de la muerte.
El Purgatorio.
La doctrina del purgatorio no aparece como tal en la Biblia. La introdujo Orígenes en la Teología en la primera mitad del siglo III y fue perfeccionada entre los siglos XI y XIII. Esta doctrina es un intento de responder a la pregunta por el estado intermedio del que habla la Biblia 2 Mac 12, 42-45 (leerla en casa).
Ahora bien, los teólogos católicos contemporáneos ven el Purgatorio como una imagen del encuentro personal con Dios. El Purgatorio obviamente no es un lugar (en el mundo espiritual no podemos hablar de lugares, pues estamos en un ámbito que está fuera del espacio-tiempo), no se puede pensar en él con categorías temporales, como si una “pobre ánima” tuviera que pasar cierto tiempo en el purgatorio para expiar sus culpas. Esta es una idea que no corresponde ni con la Biblia ni con la esencia de la teología católica. Para Hans Urs von Baltasar, en todas las ideas del cielo, infierno y purgatorio, siempre se está hablando de Dios. Dios es, en cuanto ganado, el cielo; en cuanto perdido, el infierno; en cuanto examinador, el juicio y en cuanto purificador, el purgatorio.
El Purgatorio es una imagen del encuentro con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo. Ante el amor de Dios con el que nos encontramos, vamos ahí a reconocer con dolor las veces en que hemos vivido de espaldas a él y a nosotros mismos y reconoceremos también las heridas que les hemos causado a los demás. El Purgatorio es una representación de dolor del arrepentimiento que experimentaremos en el encuentro con el Dios amoroso. Todos los seres humanos de la Tierra nos encontraremos cara a cara con Cristo cuando muramos y podremos optar libremente por El o no.
Se trata de un cara a cara con el Amor que nos mostrará cuán poco hemos amado. Es justo en el amor donde sufriré por mi insuficiencia. Estar frente al Amor me muestra lo que no es claro en mí y eso provocará dolor. Ahora bien, no puedo comprometerme con el amor, si no estoy dispuesto a permitir el dolor de la limpieza y la purificación. Para describir esa purificación usamos imágenes mitológicas y también se podría hablar del fuego del amor que nos purificará. En otras religiones como el hinduismo o el budismo, se habla de que la purificación se da a través de las re-encarnaciones: el mal karma debe ser pagado. Pero el mensaje cristiano nos dice que el Amor de Dios purifica todo lo que no es diáfano en nosotros, abre todo lo que está cerrado, ablanda nuestras durezas y destruye en el “fuego” toda la basura que se ha depositado en nuestra alma para que podamos entregarnos a Dios con plenitud. Encontrarnos con Dios en la mirada ardiente de Cristo es la realización perfecta de nuestra capacidad de amar y al mismo tiempo puede llegar a ser el sufrimiento más terrible de nuestro ser. Joseph Ratzinger enfatizaba mucho la idea de que Cristo es el fuego purificador, citando la Primera Carta de Pablo a los Corintios 1Cor 3, 13 “La obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el día en que aparecerá con fuego y la calidad de la obra de cada cual la probará el fuego”.
Ratzinger interpreta este texto así: “El Señor mismo es el fuego purificador que transforma al hombre y lo hace conforme a su cuerpo glorioso” (Rm 8, 29; Flp 3, 21). Nuestra casa puede haber sido construida con piedras preciosas pero también con heno y paja que deberán ser quemados para que nuestra opción de fe a favor de Dios sea revelada en su pureza. Se puede decir entonces que en el encuentro con el Señor seremos transformados y consumidos por el fuego de su amor para convertirnos en “esa figura sin escoria que puede llegar a ser recipiente de alegría eterna”.
Las oraciones y Misas que se ofrecen por los difuntos se deben entender como una expresión del amor y del afecto que sentimos por ellos para que en el acto de la muerte se decidan por Cristo y se dejen purificar y transformar por El. No se debe entender como un pago con el cual podríamos expiar el castigo que los difuntos han de pagar por sus pecados. Esta idea surgida en el Medio Evo, en la época de la Venta de Indulgencias, nos lleva en dirección equivocada.
El gran teólogo Karl Rahner dice que los seres queridos que han partido y ya están más cerca de la plenitud, ruegan por los que van a morir, o sea todos nosotros, de la siguiente forma:
“Señor, dales a aquéllos que amamos en tu amor, a aquéllos que amamos como nunca hasta ahora, a aquéllos a quienes todavía lejos de nosotros, recorren el laborioso camino de peregrinación hacia nosotros para entrar en tu luz, a aquéllos de quienes silenciosamente, estamos más cerca que nunca hasta ahora, más cerca incluso que cuando nos hallábamos entre ellos en la Tierra y luchábamos a su lado, Señor, cuando concluya la lucha de su vida, concédeles también a ellos el descanso eterno y que tu luz eterna los ilumine igual que nos ilumina a nosotros, ahora como luz de la fe y luego en la eternidad, como luz de la vida bienaventurada”.
Al orar por los muertos retomamos el contacto con ellos, experimentamos la comunión con ellos. Cuando celebramos la Eucaristía pedimos: “Recuerda a nuestros hermanos que han dormido en la esperanza de la resurrección”. En esa conmemoración podemos sentir la comunión con y entre los difuntos, pues en ese mismo instante ellos están celebrando el banquete de bodas eterno. La celebración de la Eucaristía elimina las fronteras entre el cielo y la tierra, entre los vivos y los muertos. Nos experimentamos congregados alrededor de la misma mesa, en torno a la mesa de Jesucristo quien murió por nosotros y resucitó y nos hace partícipes de quienes han resucitado con El.
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