Para poder encontrar a Dios, deberé primero encontrarme a mí mismo. Deberé estar primero conmigo. Y normalmente, no lo hago.
Pues si me observo, descubriré que mis pensamientos van y vienen, que estoy en cualquier otro lugar con mis pensamientos, menos conmigo. No tengo contacto conmigo, los pensamientos me sacan de mí y me llevan a otra parte. No soy yo quien piensa, sino que algo piensa en mí, los pensamientos se independizan, recubren mi Yo propiamente dicho.
El primer acto de la oración de silencio y quietud o meditación u oración del corazón u oración de Jesús, es que entro en contacto, por primera vez, conmigo mismo. Es lo que nos enseñaron los Padres de la Iglesia y los primeros monjes y monjas del desierto. Por ejemplo, Cipriano de Cartago decía: "¿Cómo puedes pedirle a Dios que te escuche, si tú no te escuchas a tí mismo? Quieres que Dios piense en tí y ni tú mismo piensas en tí.
Si tú mismo no estás contigo, ¿cómo quieres que Dios esté contigo? Si no habito en mi casa, Dios tampoco podría encontrarme si viniera a mí. Escucharme, significa escuchar mi verdadera esencia, entrar en contacto conmigo, pero también quiere decir escuchar mis sentimientos y necesidades, escuchar lo que se mueve en mí.
La oración no es una huída piadosa de mí mismo, es, antes que nada, un encuentro sincero y despiadado.
Así dice Evagrio Póntico: "¿Quieres conocer a Dios? Conócete primero a tí mismo." No se trata de hacer psicología de la fe, sino de una premisa necesaria de la oración.
Si huyo con palabras o sentimientos piadosos, la oración no me conducirá a Dios, sino que me llevará por vastas zonas de mi fantasía. Debo primero escuchar sinceramente lo que hay dentro de mí. En el encuentro con Dios debo encontrarme a mí mismo.
En este sentido no podemos decir qué sucede primero: si el encuentro con nosotros mismos como premisa para el encuentro con Dios o el encuentro con Dios como premisa para el encuentro con nosotros mismos. Ambos se condicionan mutuamente y se profundizan entre sí.
Autor: un monje benedictino.
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