En el monasterio de monjas cistercienses de Aywiéres, en Brabante, santa Lutgarda, virgen, insigne por su devoción al Sagrado Corazón del Señor.
Entre las místicas más notables de los siglos doce y trece, no hay otra figura más amable y simpática que la de santa Lutgarda. Fue hija de un ciudadano de Tongres, en Holanda, donde nació en 1182. A los doce años de edad fue encomendada a las monjas benedictinas del convento de Santa Catalina, cerca de Saint-Trond, no por piedad, sino porque el dinero que se conservaba para su dote matrimonial había sido perdido en un mal negocio de su padre y, sin él, era muy dudoso de que pudiese hallar un marido conveniente. Lutgarda era una muchacha bonita que gustaba de las ropas elegantes y de las diversiones inocentes, sin ninguna vocación religiosa aparente, y en el convento vivía como una especie de pensionista, libre para entrar y salir cuando quisiera y para recibir las visitas de sus amigos y amigas. Sin embargo, cierto día en que charlaba con una de sus amistades, tuvo una visión de Nuestro Señor Jesucristo que le mostraba sus heridas y le pedía que lo amase sólo a Él. Lutgarda lo aceptó al instante como su Prometido celestial y, desde aquel momento, renunció a todas las preocupaciones de este mundo. Algunas de las monjas que observaron su cambio repentino y súbito fervor, vaticinaron que aquello no duraría; pero estaban equivocadas. Su devoción aumentaba por momentos y llegó a sentir tan vivamente la presencia del Señor que, al rezar, lo veía con sus ojos corporales, hablaba con Él en una forma casi familiar y, si acaso la llamaban sus hermanas para cumplir con algunas de las obligaciones monjiles, decía sencillamente: «Aguárdame aquí, mi Señor; volveré tan pronto como termine esta tarea».
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