Jean Monbourquette
Perdonar no es olvidar. El proceso del perdón exige una buena memoria y una conciencia lúcida de la ofensa, sino no es posible la cirugía del corazón que el perdón exige.
Perdonar tampoco puede ser una obligación. Reducir el perdón, como cualquier otra práctica espiritual, a una obligación moral es contraproducente, porque, al hacerlo, el perdón pierde su carácter gratuito y espontáneo. La obligación del perdón en el Padre Nuestro daría a entender que, en caso de no perdonar, el hombre se expondría al castigo de no ser perdonado. En tal caso, estaríamos más dentro del espíritu de los mandamientos del Antiguo Testamento que ante la invitación al amor espontáneo y gratuito de las Bienaventuranzas. Por lo que a mí se refiere, para evitar cualquier ambigüedad en la fórmula "Perdona nuestras ofensas como...", la recito en el sentido de las palabras de San Pablo: "Como el Señor os ha perdonado, así también haced vosotros" (Col. 3,13).
Perdonar no significa sentirse como antes de la ofensa. Es imposible volver al pasado después de haber sufrido una ofensa.
Perdonar no exige renunciar a nuestros derechos: el perdón responde en primer lugar a un acto de benevolencia gratuita, lo que no significa que al perdonar se renuncie a la aplicación de la justicia. El perdón que no combate la injusticia, lejos de ser un signo de fuerza y de valor, lo es de debilidad y de falsa tolerancia.
Perdonar al otro no significa disculparle: "le perdono no es culpa suya": en tal caso nadie sería responsable de sus actos, porque nadie gozaría de suficiente libertad.
Perdonar no es una demostración de superioridad moral: algunos perdones humillan más que liberan. El perdón puede transformarse en un gesto sutil de superioridad moral, de "suprema arrogancia". Bajo una apariencia de magnanimidad, puede disimular un instinto de poder. La razón es que el ofendido trata de ocultar su profunda humillación; intenta protegerse de la vergüenza y el rechazo que le invaden. La tentación de perdonar para deslumbrar a la galería es grande. Al mismo tiempo el perdonador exhibe su grandeza moral de ofendido para poner más en evidencia la bajeza del ofensor. En tanto el perdón se utilice con estos fines, no se hará más que caricaturizarlo.
El verdadero perdón del corazón tiene lugar en la humildad y abre el camino a una verdadera reconciliación. El verdadero perdón es en primer término un gesto de fuerza interior. En efecto, se necesita mucha firmeza interior para reconocer y aceptar la propia vulnerabilidad y no tratar de camuflarla con aires de falsa magnanimidad.
Perdonar tampoco consiste en traspasarle la responsabilidad a Dios: el perdón depende a la vez de la acción humana y de la acción divina. La naturaleza y la gracia no se eliminan, al contrario, se coordinan y se complementan.
El perdón como aventura humana y espiritual requiere una multitud de condiciones, todas igualmente necesarias: tiempo, paciencia consigo mismo... las expresiones más adecuadas para describirlo serían "conversión interior", "peregrinación del corazón", "iniciación al amor hacia los enemigos" y "búsqueda de libertad interior". Pero todo esto es ... don y tarea progresiva.
El primer paso en el largo camino del perdón implica decidir no vengarse. Este es el punto de partida de cualquier perdón verdadero.
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