lunes, 2 de agosto de 2010

... PERDONAR

El perdón requiere introspección.

Como una patada a un hormiguero, la ofensa produce confusión y pánico. La apacible armonía de la persona herida se ve trastornada, su tranquilidad perturbada, su integridad interior, amenazada. Sus deficiencias personales, afloran de repente; sus ideales/ilusiones de tolerancia y de generosidad se ponen a prueba; la sombra de su personalidad emerge; las emociones, que se creían bien controladas, enloquecen y se desencadenan. Ante esta confusión la persona ofendida se siente impotente y humillada. Y las viejas heridas mal curadas se suman a esta nueva.

Entonces se siente una gran tentación de negarse a tomar conciencia de la propia pobreza interior y aceptarla. Y entran en juego varias maniobras de diversión para impedir hacerlo: negarse, refugiarse en el activismo, intentar olvidar, jugar a la víctima, gastar las energías en encontrar al culpable, buscar un castigo digno de la afrenta, hostilizarse a sí mismo hasta la depresión, mantenerse firme o jugar al héroe intocable y magnánimo...

Ceder a tales maniobras comprometería el éxito del perdón, que exige liberarse a sí mismo antes de poder liberar al ofensor.

El perdón pasa necesariamente por la toma de conciencia de uno mismo y por el descubrimiento de la propia pobreza interior, que implica vergüenza, sentimiento de rechazo, agresividad, venganza ... Dirigirse a sí mismo una mirada más lúcida y auténtica es un alto obligatorio en el camino sinuoso del perdón. En un primer momento esta mirada asusta, e incluso puede llevar a la desesperanza; sin embargo, aunque se trata de una etapa difícil, no deja de ser indispensable ya que el perdón al otro ha de pasar necesariamente por el perdón a uno mismo.

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