"Habíamos ido a pasar unos días a la Abadía Benedictina de Victoria, Entre Ríos. Un sitio rodeado de colinas ondulantes y cuyos sembradíos, a merced del viento, dibujan una suave marea de espigas amarillas.
Eramos un grupo de más o menos 10 personas hambrientas de quietud y de silencio. El contraste entre la ciudad que habíamos recientemente abandonado y este refugio sagrado que se yergue altivo como un barco en medio de ese fértil mar , era muy grande.
Veníamos llenos de los ruidos internos y externos que nos caracterizan a los citadinos. Apurados, agitados, diría hasta desintegrados por las constantes presiones a que estamos sometidos en nuestra vida cotidiana. Respiraciones inquietas, latidos presuros de corazones a los que les costaba mucho retomar su ritmo normal, torbellino de pensamientos que no se apaciguaban, sin embargo todos teníamos un deseo común: encontrar en nosotros mismos ese centro de paz que sabemos que está y que debemos dejar aflorar aquietando nuestra mente y nuestro corazón.
Allí estaban los monjes, seres amables que con su testimonio de vida nos dicen que es posible encontrar dicho centro a través de la oración, el trabajo y el servicio.
Nos acomodamos en nuestras habitaciones y continuamos disfrutando de la experiencia casi sobrenatural de respirar aire puro, oir el mugido lejano de una vaca, divisar por la ventana, entre los trigales, una casita pequeña custodiada por jóvenes y pacíficos caballos de un tono apenas un poco más oscuro que el trigo. Y más allá humedeciéndolo todo, hasta el aire, el río, amarronada muralla que impide la invasión de la ciudad que ya casi ni se ve.
Teníamos las actividades programadas, pero gozábamos además de tiempo libre para reflexionar, meditar y para ello nos sumergíamos en el parque convertido en exposición botánica de las muchas especies que lo adornaban, con su nombre en latín y su equivalente en castellano. Así desfilaban ante mis ojos inquietos, los aromos, las acacias, los cedros, los eucaliptos, cada uno con su propio canto, cada uno con su propia luz.
En la lejanía se divisaba un hombre trabajando en su tractor en lo que parecía una huerta. Cuando llegué a ella comprobé que sí lo era y descubrí también que el conductor del vehículo que araba la tierra era un monje joven o novicio, el Hermano Luis, quien nos deleitaba con sus cantos en los oficios.
La producción hortícola era numerosa: ajíes, tomates, verdeo, puerro, acelga, cebollas, zanahorias, papas y hasta un pequeño viñedo rodeado de otros frutales. Con todo ello se autoabastecen en la casa religiosa, pero también contribuye ésto al sustento de la comunidad.
Supe y comprendí entonces que la vida es simple si la sabemos vivir, si nos decidimos a tomar lo que nos es necesario y nada más. Aprendí que la felicidad está no en el tener sino en el ser. Las pequeñas grandes cosas con las que conviví en aquélla breve estadía me enseñaron a sentirme parte de toda esa bella creación puesta allí a disposición mía, para mi deleite, para mi crecimiento espiritual… y fui plena, libre y feliz".
Eramos un grupo de más o menos 10 personas hambrientas de quietud y de silencio. El contraste entre la ciudad que habíamos recientemente abandonado y este refugio sagrado que se yergue altivo como un barco en medio de ese fértil mar , era muy grande.
Veníamos llenos de los ruidos internos y externos que nos caracterizan a los citadinos. Apurados, agitados, diría hasta desintegrados por las constantes presiones a que estamos sometidos en nuestra vida cotidiana. Respiraciones inquietas, latidos presuros de corazones a los que les costaba mucho retomar su ritmo normal, torbellino de pensamientos que no se apaciguaban, sin embargo todos teníamos un deseo común: encontrar en nosotros mismos ese centro de paz que sabemos que está y que debemos dejar aflorar aquietando nuestra mente y nuestro corazón.
Allí estaban los monjes, seres amables que con su testimonio de vida nos dicen que es posible encontrar dicho centro a través de la oración, el trabajo y el servicio.
Nos acomodamos en nuestras habitaciones y continuamos disfrutando de la experiencia casi sobrenatural de respirar aire puro, oir el mugido lejano de una vaca, divisar por la ventana, entre los trigales, una casita pequeña custodiada por jóvenes y pacíficos caballos de un tono apenas un poco más oscuro que el trigo. Y más allá humedeciéndolo todo, hasta el aire, el río, amarronada muralla que impide la invasión de la ciudad que ya casi ni se ve.
Teníamos las actividades programadas, pero gozábamos además de tiempo libre para reflexionar, meditar y para ello nos sumergíamos en el parque convertido en exposición botánica de las muchas especies que lo adornaban, con su nombre en latín y su equivalente en castellano. Así desfilaban ante mis ojos inquietos, los aromos, las acacias, los cedros, los eucaliptos, cada uno con su propio canto, cada uno con su propia luz.
En la lejanía se divisaba un hombre trabajando en su tractor en lo que parecía una huerta. Cuando llegué a ella comprobé que sí lo era y descubrí también que el conductor del vehículo que araba la tierra era un monje joven o novicio, el Hermano Luis, quien nos deleitaba con sus cantos en los oficios.
La producción hortícola era numerosa: ajíes, tomates, verdeo, puerro, acelga, cebollas, zanahorias, papas y hasta un pequeño viñedo rodeado de otros frutales. Con todo ello se autoabastecen en la casa religiosa, pero también contribuye ésto al sustento de la comunidad.
Supe y comprendí entonces que la vida es simple si la sabemos vivir, si nos decidimos a tomar lo que nos es necesario y nada más. Aprendí que la felicidad está no en el tener sino en el ser. Las pequeñas grandes cosas con las que conviví en aquélla breve estadía me enseñaron a sentirme parte de toda esa bella creación puesta allí a disposición mía, para mi deleite, para mi crecimiento espiritual… y fui plena, libre y feliz".
Tú detallada descripción, me sumergió en tan preciado sitio.....gracias...
ResponderEliminarY si es cierto tenemos que redescubrirnos constantemente y darle prioridad al Ser que al Hacer....Dios te bendiga!!
Paz y Bien
Tu seguidora...
María Pía--Pty.
Gracias María Pía. Misión cumplida: cuando alguien te dice que tus escritos la han transportado y llevado y aún hecho sentir lo que uno trata de describir, uno siente que ha logrado lo que quería despertar en sus lectores.
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