Con gran alegría celebro por primera vez la Eucaristía en esta
Basílica Lateranense, catedral del Obispo de Roma. Saludo con sumo afecto al
querido Cardenal Vicario, a los Obispos auxiliares, al Presbiterio diocesano, a
los Diáconos, a las Religiosas y Religiosos y a todos los fieles
laicos. Saludo asimismo al señor Alcalde, a su esposa y a todas las
Autoridades. Caminemos juntos a la luz del Señor Resucitado.
1. Celebramos hoy el segundo domingo de Pascua,
también llamado «de la
Divina Misericordia». Qué hermosa es esta realidad de fe para
nuestra vida: la misericordia de
Dios. Un amor tan grande, tan profundo el que Dios nos tiene, un amor que no
decae, que siempre aferra nuestra mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía.
2. En el Evangelio de hoy, el apóstol Tomás
experimenta precisamente esta misericordia de Dios, que tiene un rostro
concreto, el de Jesús, el de Jesús resucitado. Tomás no se fía de lo que dicen
los otros Apóstoles: «Hemos visto el Señor»; no le basta la promesa de Jesús,
que había anunciado: al tercer día resucitaré. Quiere ver, quiere meter su mano
en la señal de los clavos y del costado. ¿Cuál es la reacción de Jesús?
La paciencia: Jesús no abandona
al terco Tomás en su incredulidad; le da una semana de tiempo, no le cierra la
puerta, espera. Y Tomás reconoce su propia pobreza, la poca fe: «Señor mío y
Dios mío»: con esta invocación simple, pero llena de fe, responde a la
paciencia de Jesús. Se deja envolver por la misericordia divina, la ve ante sí,
en las heridas de las manos y de los pies, en el costado abierto, y recobra la
confianza: es un hombre nuevo, ya no es incrédulo sino creyente.
Y recordemos también a Pedro: que tres veces reniega de
Jesús precisamente cuando debía estar más cerca de él; y cuando toca el fondo
encuentra la mirada de Jesús que, con paciencia, sin palabras, le dice: «Pedro,
no tengas miedo de tu debilidad, confía en mí»; y Pedro comprende, siente la
mirada de amor de Jesús y llora. Qué hermosa es esta mirada de Jesús – cuánta
ternura –. Hermanos y hermanas, no perdamos nunca la confianza en la paciente
misericordia de Dios.
Pensemos en los dos discípulos de Emaús: el rostro triste,
un caminar errante, sin esperanza. Pero Jesús no les abandona: recorre a su
lado el camino, y no sólo. Con paciencia explica las Escrituras que se referían
a Él y se detiene a compartir con ellos la comida. Éste es el estilo de Dios:
no es impaciente como nosotros, que frecuentemente queremos todo y enseguida,
también con las personas. Dios es paciente con nosotros porque nos ama, y quien
ama comprende, espera, da confianza, no abandona, no corta los puentes, sabe
perdonar. Recordémoslo en nuestra vida de cristianos: Dios nos espera siempre,
aun cuando nos hayamos alejado. Él no está nunca lejos, y si volvemos a Él,
está preparado para abrazarnos.
A mí me produce siempre una gran impresión releer la
parábola del Padre misericordioso, me impresiona porque me infunde siempre una
gran esperanza. Pensad en aquel hijo menor que estaba en la casa del Padre, era
amado; y aun así quiere su parte de la herencia; y se va, lo gasta todo, llega
al nivel más bajo, muy lejos del Padre; y cuando ha tocado fondo, siente la
nostalgia del calor de la casa paterna y vuelve. ¿Y el Padre? ¿Había olvidado
al Hijo? No, nunca. Está allí, lo ve desde lejos, lo estaba esperando cada día,
cada momento: ha estado siempre en su corazón como hijo, incluso cuando lo
había abandonado, incluso cuando había dilapidado todo el patrimonio, es decir
su libertad; el Padre con paciencia y amor, con esperanza y misericordia no
había dejado ni un momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano,
corre a su encuentro y lo abraza con ternura, la ternura de Dios, sin una
palabra de reproche: Ha vuelto. Y esta es la alegría del padre. En ese abrazo
al hijo está toda esta alegría: ¡Ha vuelto!. Dios siempre nos espera, no se
cansa. Jesús nos muestra esta paciencia misericordiosa de Dios para que
recobremos la confianza, la esperanza, siempre. Un gran teólogo alemán, Romano
Guardini, decía que Dios responde a nuestra debilidad con su paciencia y éste
es el motivo de nuestra confianza, de nuestra esperanza (cf.Glabenserkenntnis, Wurzburg 1949, 28).
Es como un diálogo entre nuestra debilidad y la paciencia de Dios, es un
diálogo que si lo hacemos, nos da esperanza.
3. Quisiera subrayar otro elemento: la paciencia de Dios
debe encontrar en nosotros la
valentía de volver a Él, sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que
haya en nuestra vida. Jesús invita a Tomás a meter su mano en las llagas de sus
manos y de sus pies y en la herida de su costado. También nosotros podemos
entrar en las llagas de Jesús, podemos tocarlo realmente; y esto ocurre cada
vez que recibimos los sacramentos. San Bernardo, en una bella homilía, dice: «A
través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de
pedernal (cf. Dt 32,13), es
decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor» (Sermón 61, 4. Sobre el libro del Cantar de los cantares). Es
precisamente en las heridas de Jesús que nosotros estamos seguros, ahí se
manifiesta el amor inmenso de su corazón. Tomás lo había entendido. San
Bernardo se pregunta: ¿En qué puedo poner mi confianza? ¿En mis méritos? Pero
«mi único mérito es la misericordia de Dios. No seré pobre en méritos, mientras
él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha,
muchos son también mis méritos» (ibid,
5). Esto es importante: la valentía de confiarme a la misericordia de Jesús, de
confiar en su paciencia, de refugiarme siempre en las heridas de su amor. San
Bernardo llega a afirmar: «Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si
creció el pecado, más desbordante fue la gracia (Rm 5,20)» (ibid.).Tal
vez alguno de nosotros puede pensar: mi pecado es tan grande, mi lejanía de
Dios es como la del hijo menor de la parábola, mi incredulidad es como la de
Tomás; no tengo las agallas para volver, para pensar que Dios pueda acogerme y
que me esté esperando precisamente a mí. Pero Dios te espera precisamente a ti,
te pide sólo el valor de regresar a Él. Cuántas veces en mi ministerio pastoral
me han repetido: «Padre, tengo muchos pecados»; y la invitación que he hecho
siempre es: «No temas, ve con Él, te está esperando, Él hará todo». Cuántas
propuestas mundanas sentimos a nuestro alrededor. Dejémonos sin embargo aferrar
por la propuesta de Dios, la suya es una caricia de amor. Para Dios no somos
números, somos importantes, es más somos lo más importante que tiene; aun
siendo pecadores, somos lo que más le importa.
Adán después del pecado sintió vergüenza, se ve desnudo,
siente el peso de lo que ha hecho; y sin embargo Dios no lo abandona: si en ese
momento, con el pecado, inicia nuestro exilio de Dios, hay ya una promesa de
vuelta, la posibilidad de volver a Él. Dios pregunta enseguida: «Adán, ¿dónde
estás?», lo busca. Jesús quedó desnudo por nosotros, cargó con la vergüenza de
Adán, con la desnudez de su pecado para lavar nuestro pecado: sus llagas nos
han curado. Acordaos de lo de san Pablo: ¿De qué me puedo enorgullecer sino de mis
debilidades, de mi pobreza? Precisamente sintiendo mi pecado, mirando mi
pecado, yo puedo ver y encontrar la misericordia de Dios, su amor, e ir hacia
Él para recibir su perdón.
En mi vida personal, he visto muchas veces el rostro
misericordioso de Dios, su paciencia; he visto también en muchas personas la
determinación de entrar en las llagas de Jesús, diciéndole: Señor estoy aquí,
acepta mi pobreza, esconde en tus llagas mi pecado, lávalo con tu sangre. Y he
visto siempre que Dios lo ha hecho, ha acogido, consolado, lavado, amado.
Queridos hermanos y hermanas, dejémonos envolver por la
misericordia de Dios; confiemos en su paciencia que siempre nos concede tiempo;
tengamos el valor de volver a su casa, de habitar en las heridas de su amor
dejando que Él nos ame, de encontrar su misericordia en los sacramentos.
Sentiremos su ternura, tan hermosa, sentiremos su abrazo y seremos también
nosotros más capaces de misericordia, de paciencia, de perdón y de amor.
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