De las
Homilías del Pseudo-Crisóstomo (Suplemento, Homilía 6, Sobre la oración: PG 64, 462-466)
Nada hay mejor que la oración y coloquio con Dios, ya que por ella nos ponemos en contacto inmediato con él; y, del mismo modo que nuestros ojos corporales son iluminados al recibir la luz, así también nuestro espíritu, al fijar su atención en Dios, es iluminado con su luz inefable. Me refiero, claro está, a aquella oración que no se hace por rutina, sino de corazón; que no queda circunscrita a unos determinados momentos, sino que se prolonga sin cesar día y noche.
Nada hay mejor que la oración y coloquio con Dios, ya que por ella nos ponemos en contacto inmediato con él; y, del mismo modo que nuestros ojos corporales son iluminados al recibir la luz, así también nuestro espíritu, al fijar su atención en Dios, es iluminado con su luz inefable. Me refiero, claro está, a aquella oración que no se hace por rutina, sino de corazón; que no queda circunscrita a unos determinados momentos, sino que se prolonga sin cesar día y noche.
Conviene,
en efecto, que la atención de nuestra mente no se limite a concentrarse en Dios
de modo repentino, en el momento en que nos decidimos a orar, sino que hay que
procurar también que cuando está ocupada en otros menesteres, como el cuidado de
los pobres o las obras útiles de beneficencia u otros cuidados cualesquiera, no
prescinda del deseo y el recuerdo de Dios, de modo que nuestras obras, como
condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un manjar suavísimo
para el Señor de todas las cosas. Y también nosotros podremos gozar, en todo
momento de nuestra vida, de las ventajas que de ahí resultan, si dedicamos mucho
tiempo al Señor.
La
oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y
los hombres. Por ella nuestro espíritu, elevado hasta el cielo, abraza a Dios
con abrazos inefables, deseando la leche divina, como un niño que, llorando,
llama a su madre; por ella nuestro espíritu espera el cumplimiento de sus
propios anhelos y recibe unos bienes que superan todo lo natural y
visible.
La
oración viene a ser una venerable mensajera nuestra ante Dios, alegra nuestro
espíritu, aquieta nuestro ánimo. Me refiero, en efecto, a aquella oración que no
consiste en palabras, sino más bien en el deseo de Dios, en una piedad inefable,
que no procede de los hombres, sino de la gracia divina, acerca de la cual dice
el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir como conviene, pero el Espíritu mismo
aboga por nosotros con gemidos que no pueden ser expresados en
palabras.
Semejante
oración, si nos la concede Dios, es de gran valor y no ha de ser despreciada; es
un manjar celestial que satisface al alma; el que lo ha gustado, se inflama en
el deseo eterno de Dios, como en un fuego ardentísimo que inflama su
espíritu.
Para que
alcance en ti su perfección, pinta tu casa interior con la moderación y la
humildad, hazla resplandeciente con la luz de la justicia, adórnala con buenas
obras, como con excelentes láminas de metal, y decórala con la fe y la grandeza
de ánimo, a manera de paredes y mosaicos; por encima de todo coloca la oración,
como el techo que corona y pone fin al edificio, para disponer así una mansión
acabada para el Señor y poderlo recibir como en una casa regia y espléndida,
poseyéndolo por la gracia como una imagen colocada en el templo del
alma.
No hay comentarios :
Publicar un comentario