Un trabajo del Hermano Saulo.
Cuando Thomas Alva Edison
inventó la bombilla, no le salió a la primera. Durante casi tres años tuvo la paciencia
de probar con seis mil fibras diferentes: vegetales, minerales, animales e
incluso humanas –ensayó hasta con un pelo de la barba pelirroja de uno de sus
colaboradores-. Antes del éxito, efectuó casi mil intentos. Tantos, que uno de
sus ayudantes le preguntó si no se desanimaba con tantos fracasos.
-"¿Fracasos? No sé de qué me
hablas. Con cada descubrimiento me enteré de un motivo por el cual una bombilla
no funciona. Ahora ya sé que hay mil maneras de no hacer una bombilla".
Gustavo Adolfo Bécquer es el
poeta preferido de los corazones románticos y los espíritus melancólicos. Sus
poemas se estudian en los institutos y universidades y su obra es reeditada una
y otra vez desde hace casi de siglo y medio. Pero sabemos que fue un
hombre atormentado, víctima de pasiones delirantes y amores contrariados, que
nació pobre, vivió pobre y murió pobre, como lo definió Azorín. Jamás llegó a
conocer el éxito de su obra, pero no por ello sus lectores seguimos fascinados
con las rimas que, cada primavera, harán que vuelvan las oscuras golondrinas
que aprendieron los nombres de tantos enamorados.
Van Gogh llegó a pintar
novecientos cuadros y mil seiscientos dibujos en unos diez años. Sin embargo, mientras
vivió apenas logró vender unos pocos. Murió sin blanca, pero hoy día es uno de
los pintores de cuyas obras más se han escrito y mejor se han pagado.
Fracaso fue el que debió sentir
Juan el Bautista cuando, a pesar del ayuno casi permanente, de andar pregonando
por todos los caminos de Tierra Santa la buena noticia de Jesucristo y
congregar multitudes de seguidores, se llamaba a sí mismo como la voz que
predicaba en el desierto. Fracaso debió de ser el sentimiento que atormentó a
Abraham cuando quiso salvar a Sodoma si encontraba cincuenta personas justas.
Después de regatear con el Señor en un diálogo maravilloso, logró que Dios se
conformase con hallar sólo a diez hombres buenos con los que poder salvar a
todo un pueblo. Pero el Señor no es Diógenes que se hubiese conformado con
encontrar a un hombre honesto. Abraham ni siquiera reunió ese número de
diez, y Sodoma fue destruida. Fracaso fue el que acompañó durante los treinta
años en que oró y lloró Mónica por la conversión de su hijo, Agustín de Hipona,
cuando pareció que las plegarias las esparcía el viento y no llegaban al cielo.
Tomás de Kempis escribió La
Imitación de Cristo mientras vivió recluido en un monasterio hasta que
murió a los noventa años. Ese libro es del que más ediciones se han publicado
después de la Biblia, y ha sido el abrevadero en el que han bebido tantos
santos y tantos místicos, pero la primera vez que su obra fue impresa fue tras
el fallecimiento de Kempis.
San Pablo escribía sus epístolas
a plazos en los altos que hacía en el camino, mientras tejía tiendas con
Aquila y Priscila, estaba preso o se recuperaba de los intentos de asesinato
que sufrió. Eran cartas dirigidas a comunidades pequeñas y eran leídas en
asambleas reducidas. Esos textos viajaban por desiertos, bajaban barrancos y
atravesaban montañas, probablemente a lomos de mulo o en carretas destartaladas.
Es muy posible que alguna vez se perdieran y volvieran a recuperarse, que
tuvieron que ser escondidas ante el acoso de los perseguidores de los
cristianos. Cuando las escribió es razonable pensar que el apóstol jamás
calibró el alcance que llegarían a tener en el futuro para la cristiandad.
Durante décadas, incluso siglos, esas cartas tan profundas tuvieron un público
muy escaso, pero operaron como la gota que va erosionando hasta perforarla,
segundo a segundo, la roca milenaria. Para entonces, la masa crítica de los
fieles logró que, dos mil años después, los textos San Pablo sean proclamados
cada día en iglesias, asambleas y hogares por millones de personas, creyentes o
no, de todo el mundo.
El
mismo Jesús también debió padecer la desolación de la derrota. Cuando visitó al
pueblo donde se crió, no pudo ser profeta en su tierra ni obrar ningún milagro
al no hallar a gente con fe. Los mismos que el Domingo de Ramos le vitoreaban
Hosanna, Hosanna, fueron los que, camino del Calvario, pedían su crucifixión.
Fracasado debió saberse cuando Pedro, al que le confió el timón de la Iglesia,
le negó no una, sino tres veces. Fracaso que le llevó a llorar sangre cuando
pidió por tres veces a sus discípulos más amados que rezaran junto a él, y las
tres veces los halló durmiendo. Pero quizá el mayor de los fracasos fue saber
que uno de los doce que eligió fue el que le traicionó y le vendió.
El
mismo Jesús también debió padecer la desolación de la derrota. Cuando visitó al
pueblo donde se crió, no pudo ser profeta en su tierra ni obrar ningún milagro
al no hallar a gente con fe. Los mismos que el Domingo de Ramos le vitoreaban
Hosanna, Hosanna, fueron los que, camino del Calvario, pedían su crucifixión.
Fracasado debió saberse cuando Pedro, al que le confió el timón de la Iglesia,
le negó no una, sino tres veces. Fracaso que le llevó a llorar sangre cuando
pidió por tres veces a sus discípulos más amados que rezaran junto a él, y las
tres veces los halló durmiendo. Pero quizá el mayor de los fracasos fue saber
que uno de los doce que eligió fue el que le traicionó y le vendió.
En mayor o menor medida, todos somos tocados por esa parálisis fatal que es el
pesimismo. Contagiados por esta sociedad actual del éxito fulgurante, la movilización
de masas y las listas de éxitos, el evangelizador de hoy publica bitácoras con
la confianza que, desde el primer día, recibamos miles de visitas. Los
predicadores modernos sueñan con llenar estadios, los escritores católicos con
que sus obras se reediten sin parar, los misioneros carismáticos con que, al
imponer las manos, se levanten de sus sillas de ruedas los paralíticos, que los
tuertos y los ciegos vuelvan a ver, y que hasta algún muerto resucite.
Pero
sólo somos profetas de andar por casa, de rosario y zapatillas. Nos han
ordenado que echemos la semilla y aguardemos a la cosecha, pero nos parece poco
el grano recibido para la inmensidad de los trigales que esperan ser sembrados.
Nos ahoga la responsabilidad de la tarea formidable ante la pequeñez de
nuestras fuerzas, porque el mal ejemplo de un solo cristiano deshonesto logra
más apóstatas que el trabajo sucio de un millón de ateos furiosos. Dios logra
mejores resultados con un solo corazón limpio que con un ejército de
propagandistas faltos de caridad. Nunca podremos cambiar el mundo nosotros
solos, pero podemos y debemos transformar las realidades próximas que nos
sobrecogen por su injusticia. Dios no nos pide ningún milagro: ésos corren de
su cuenta.
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